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Enrique Bellido / Ex Senador

¡Mamá, llévame contigo!

PUDIERA serlo pero realmente no lo es. No es el grito de una niña que ante el temor a quedarse sola suplique a su madre que la recoja. Ni de otra que perdida en la oscuridad de la noche busque amparo en su ser más querido. No. No se trata de la expresión de una niña, ni tan siquiera de una adolescente, sino de una anciana de 88 años que hace en torno a setenta perdiera a su madre y que hoy en día asume con una estoicidad sensible el cambio profundo que en su vida ha representado pasar de una independencia que ha sido sumamente benévola con ella, a depender de los brazos, de las piernas y a veces incluso de la voluntad de quienes, por su grado de invalidez, han de ocuparse de ella.

Era el susurro en una larga noche de vigilia, en la que el dolor hacía estragos en sus articulaciones y la cama articulada se convertía en soporte silente de su insomnio.

Atrás quedaban casi ochenta y ocho años de una vida repleta de vivencias, cargada de valentía, llena de afectos, colmada de valores, rebosante de inquietudes, plena de logros y siempre marcada por la libertad, por esa libertad condicionada que determina en los mejores la capacidad de decidir orientando el sentido de su decisión en beneficio de los demás.

Un susurro que venía a mostrar la ternura de quien habiendo debido ser fuerte, mucho más fuerte que muchos de los fuertes, regresaba a la debilidad de la infancia y a la búsqueda de ese seno materno en el que reencontrarse con el inicio de su existencia.

Un susurro que era un susurro de fe, de esperanza tras la última puerta que queda por traspasar, que nos devuelve a los demás a esa terrenalidad desprovista de valores espirituales en la que nos hemos situado, que tantas dudas nos genera y tantos interrogantes llega a provocarnos sobre nuestra existencia.

Un ¡mamá, llévame contigo! cargado de reminiscencias cristianas, que mostraba, una vez más, la vertiente humana de quien creyendo haber concluido su trayectoria en este mundo suplicaba que se hicieran realidad aquellos versos de Calderón de la Barca que desde los quince años no he olvidado: La vida es un largo morir/ y el morir fin de la muerte/ procura morir de suerte/ que comiences a vivir.

Comenzar a vivir para quien la vida, la que para aquellos que carecemos de tanta fe se desarrolla en este planeta, ha sido hasta ahora un continuo alarde de vivencias, encadenadas unas a otras, siempre con un elemento común, la valentía a la hora de decidir, de asumir el riesgo de tomar un camino u otro, superando las adversidades y enfrentándose sin descanso a un trabajo que en su generación fue patrimonio del hombre pero que al faltarle prematuramente éste ella debió asumir, y asumió, con éxito.

Un murmullo en la noche, en esas largas noches que siguen a esos interminables días sujeta a la disciplina de un sillón, que me recordaba a tantos y tantos ancianos de una sociedad cada vez más senil, que carecerían no ya de la fe, que no son culpables de no poseerla, sino del calor de unos recuerdos generadores de deseos de reencuentro o, tal vez más importante que ello, del abrigo de unos seres queridos y un entorno que les permitiesen, llegada el alba, aplacar en alguna medida la tristeza interior que debe vivirse cuando la vida comienza a mostrar sus límites y, sin embargo, no se encuentran razones para mantenerse en ella.

Un rumor, el que a cada oleada de dolor se escapaba de sus labios, que me trasladaba a ese mundo -digo mundo cuando en muchos casos es submundo- de la dependencia, con el que tan solidarios somos por ley pero tan ingratos lo somos en la práctica, en una sociedad cada día más impersonal, en la que la valía se mide en términos de juventud y la caducidad y el olvido son patrimonio de la vejez.

Por esto que no sea mi intención, por mucho que haya podido hacer uso de ello, ensalzar a quien, también en su dolor, ha podido y ha tenido capacidad para vivir intensamente la vida y aglutinar en las etapas finales de la misma, en torno a ella, una atmósfera de cariño y apoyo que le sirven de ayuda, sino a través de ella, de su ¡mamá, llévame contigo!, reivindicar en días como estos, en los que la oficialidad cristiana y laboral nos invitan a la compasión, que seamos capaces, aunque sólo sea desde el egoísmo que pueda nacer de vernos en el futuro en su situación, de solidarizarnos con quienes ahora, esta misma noche del día 24, sufren de vejez porque ni tienen razones para seguir viviendo, ni tan siquiera argumentos para asirse a la otra vida.

En recuerdo a mi madre y a quienes, como ella, padecen de dependencia.

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