MUCHOS no saben, y los que lo saben no deberían olvidarlo, que aquella Semana Santa de 1977 en que el PCE fue legalizado por Adolfo Suárez, con algo más que ruido de sables a su alrededor, los comunistas andaluces sacaron a ondear la bandera roja y dieron su primer mitin legal desde el balcón de un local propiedad de Rafael Álvarez Colunga.

Aquel local era la sede oficiosa del PCA y estaba en el último piso del inmueble en el que Álvarez Colunga -más tarde, Tito Lele para sus numerosos sobrinos afectivos- tenía su farmacia. Se lo había cedido gratis a los comunistas clandestinos por generosidad y por simpatía con la causa del antifranquismo. Alguien, una vez desaparecido trágicamente Colunga en la tarde del último sábado, guardará aún el secreto de cuánto dinero en metálico había aportado el empresario a las finanzas del PCA durante los tiempos sombríos.

Lo hizo porque sí, porque le dio la gana y porque era tan desprendido como parecía, tan políticamente incorrecto como demostró durante toda su vida pública posterior y tan mecenas que su primer mecenazgo no lo ejerció sobre caballos ni enganches, flamenco ni cultura, estatuas ni homenajes, sino para ayudar al principal partido de la oposición democrática, aquel que más lejos podía estar ideológicamente de su condición de señorito andaluz. Hasta en eso desbordó los cauces establecidos. Puesto a vertebrar Andalucía, antes que vertebrar al empresariado andaluz y abrirlo a la sociedad, vertebró a las familias de los presos políticos y represaliados y abrigó -cuando eso era delito- a la gente que quería cambiar las cosas y luchaba contra la clase social a la que él pertenecía.

Y sin abjurar de ella. No era un desclasado Rafael. No se avergonzaba de su riqueza ni tenía reparos de ninguna clase en mostrar los signos externos de la misma. Sencillamente, se había propuesto ser feliz haciendo felices a sus amigos, que eran muchos y variopintos. Con ellos era espléndido en lo material y espectacularmente desinteresado en lo espiritual. A todos regalaba una risa abierta que no era risa, sino risotada contagiosa que exigía sin remedio la complicidad de las risas ajenas. Nunca se inhibió de dar su opinión sobre ningún asunto y no le importó que en ocasiones eso le condujera a la impertinencia. Su personalidad no le permitía dejar de ser desbordante y excesivo. Y la enfermedad de los últimos años le quitó los últimos vestigios de corrección política y fariseísmo. Entonces sí que fue Lele en estado puro. Hasta el punto de que se acuñó una frase hecha para referirse a sus excentricidades (excentricidades para la moda imperante, claro): "Las cosas del Lele".

Le vamos a echar mucho de menos.

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