La implosión

Estamos ante una profunda desautorización del Estado, no por fuerzas marginales, sino por sus más altas instancias

No hace mucho veíamos la dificultad de acreditar la violencia en el procés, a cuenta del delito de rebelión que el juez Llarena imputa a los héroes del 1-O. Entonces, un buen número de juristas negaba la existencia del menor acto violento -en un sentido procesal- que pudiera sustentar tal delito. Nadie tuvo, sin embargo, la infeliz idea de acusarles de lacayos del heteropatriarcado, entregados al separatismo. No han corrido la misma suerte, ante un mismo escollo técnico, los ponentes del juicio de la Manada. A su extraordinario descrédito popular, ha venido a añadírsele, incomprensiblemente, irresponsablemente, el desprecio de otras instituciones del Estado.

Desde luego, no es acertado hablar de impunidad ante una condena de nueve años, cuando el homicidio está penado con entre diez y quince años de cárcel. Aun así, parece obvio que los ciudadanos pueden mostrar su desacuerdo, su estupor, su ira o su incomprensión ante el contenido de tal sentencia. No así el resto de las instituciones, cuya credibilidad, cuya existencia misma, depende de la solidez, de la legitimidad, del escrupuloso respeto de las otras. En este sentido, son particularmente contraproducentes las manifestaciones de doña María Dolores de Cospedal y doña Susana Díaz, entre cuyas funciones se hallan la de promover las leyes que luego aplican los jueces. Por otro lado, no se comprenden, en ningún caso, las declaraciones del ministro de Justicia, don Rafael Catalá, cuyo carácter desestabilizador señala una grave incomprensión de la separación de poderes. Todos estos movimientos de naturaleza implosiva (es el Estado, su posibilidad misma, lo que se está cuestionando) tienen como colofón último, no exento de humorismo, el pintoresco suicidio de los antiguos sindicatos de clase, que hoy han virado, barretina en mano, a sindicatos étnicos.

Es decir, que nos hallamos ante una profunda desautorización del Estado, obrada no por fuerzas marginales ni centrífugas, sino por sus más altas instancias, que encuentran inapropiadas, quizá ilegítimas, sus funciones. El propio delegado del Gobierno en Cataluña, don Enric Millo, declaraba hace unos días que, "por respeto, no he puesto los pies en la Generalitat durante el 155". Lo cual nos muestra a don Enric como hombre de orden, como hombre respetuoso y grave y ponderado. Pero, claro, cabe hacerse una pregunta que quizá don Enric aún no se ha hecho: por respeto a quién, ¿a los golpistas?

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