El cine, entre otros milagros, patrocina una igualación de las edades propias por vía emocional. Frente a una película que nos marcó somos siempre (no todo el rato sino el tiempo suficiente para sentir la contractura) el que la vio por primera vez. Volvemos a espacios donde algo se nos quedó, una duda, un silencio, una sospecha, una lágrima, el ascensor de Shirley MacLaine, el saloon de Vienna, la fábrica de Chaplin, el café de Rick, el Manhattan de Allen, la diligencia de Ringo y Dallas, el taxi de Travis Bickle, con una palpitación plena y secreta de extravíos nunca del todo luminosos o terribles, espacios, presencias, formas con las que uno descubre que hay como un pacto, y como las películas están llenas de rostros a veces ese pacto es con los rostros. En esa guerra con el tiempo que es la vida las artes ejercen una función que no deja de tener una dimensión violenta, mutiladora y finalmente higiénica. La enseñanza elemental y definitiva del cine, del arte, es que ya hemos sido todo lo que anhelamos o tememos ser. Las artes son el paralelo presentable de la Historia, que ha sido impresentable hasta que llegó Zapatero. La nobleza posible de las artes está en los ojos del que contempla o, más allá, en los efectos (intelectuales, emocionales) de su asimilación. Las artes nos revelan que la vida es un federalismo asimétrico.

Pensaba estas cursiladas el otro día leyendo reportajes sobre Kirk Douglas. No me cae bien ni mal, nunca he visto una película por el hecho de que él saliera, pero de alguna manera tengo un pacto con ese rostro, con esa presencia, como con el James Stewart de los westerns de Anthony Mann o el Belmondo de Godard o los ángeles de Murillo o los pícaros del Siglo de Oro. En esos pactos hay calambre y hay tristeza, hay un fondo de artillerías que complica la expectativa y la hace más vibrante y más dolorosa. En los paisajes de Wordsworth, la segunda vez ya no somos inocentes. En la harina abstracta de los días imploramos una forma más o menos letal de resultar intraducibles, y el arte suele ser cómplice de estos tejemanejes. El arte es lo que nos falta cuando ya hemos puesto nombre a todas las culpas.

Yo sé que varias veces al año, hasta que nos mate un ataque químico, en los rutinarios itinerarios del ocio, en esas horas últimas de hoy que a veces se confunden con las horas primeras de mañana me seguiré encontrando, casi sin pensarlo, con Kirk Douglas. Que seguiré viendo con amable frecuencia, con similar escozor, Senderos de gloria, Retorno al pasado, Espartaco, Cautivos del mal, El gran carnaval, El último tren de Gun Hill. Yo era pequeño y él era viejo. Ahora yo soy viejo y él es inmortal. Acabo de descubrir que me cae bien.

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