Juventud

Hay algo indecoroso en las broncas de esos viejos arrogantes que culpan a los descendientes de todos los males

Todas las generaciones lo entonan como si fuera un rasgo distintivo del periodo que les ha tocado vivir, pero el lamento casi ritual por el estado calamitoso de la juventud acompaña a la humanidad desde que existe memoria no necesariamente escrita -ya en los primitivos relatos orales aparecen ancianos descontentos- y es seguro que tendrá continuidad en el improbable porvenir, cuando los muchachos de ahora sean adultos que deploran la mala cabeza de sus hijos o de sus nietos. No cabe descartar que todos los viejos de la Historia hayan tenido razón en sus quejas y entonces habría que concluir que no hemos dejado de degenerar desde que los primeros homínidos, en las selvas o en las cuevas donde ya nada era como antes, reprochaban a la progenie el escaso respeto a los mayores o su afición a las novedades superfluas.

Incluso en una época, como la nuestra, que tiende a exaltar la poca edad como una cualidad en sí misma, el esquema se perpetúa y a cada momento escuchamos voces autorizadas que califican a los jóvenes actuales de irresponsables, ignorantes o maleducados, es de suponer que por oposición a un tiempo mejor -el de su propia mitificada juventud- en el que ellos mismos y sus coetáneos habrían sido todo lo contrario, mocitos prudentes, estudiosos y de maneras impecables. Importa precisar que esta visión evidentemente desenfocada no es exclusiva, como podría pensarse, de las familias conservadoras, por definición tradicionales y apegadas a los usos de antaño, pues de hecho muchos de los sermoneadores son progres malhumorados que les echan en cara a los sufridos vástagos -algo hemos avanzado, si no suscriben las disparatadas ideas de los padres- su despreocupación o su falta de compromiso.

Acaso por no ser sospechosos de simpatizar con las supersticiones del siglo, podemos ver con tanta mayor claridad lo inconsistente de una acusación no sólo excesiva, como lo son siempre las que se formulan a partir de generalizaciones, sino también injusta o sobre todo cínica, viniendo de quienes han configurado el marco en el que se desenvuelven los acusados. En efecto, aunque el país en el que viven los adolescentes o veinteañeros ha cambiado en muchos aspectos para mejor, las expectativas de futuro a las que se enfrentan desde hace años están muy por debajo de las que conocieron sus predecesores inmediatos, que algo habrán tenido que ver en la mengua de su horizonte. Más allá de que reproduzcan la clásica dialéctica generacional, en el fondo entrañable e incluso benéfica, hay algo indecoroso en las broncas de esos viejos arrogantes que culpan a los descendientes de todos los males del mundo.

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