Editorial

Inmigración y 'buenismo'

NO hay tapia lo bastante alta ni mar los suficientemente ancho para detener a quien huye de la miseria, de la guerra y del hambre y está dispuesto a arriesgar su vida para que sus hijos puedan crecer en un mundo mejor. Cualquier política migratoria que no tenga en cuenta esta premisa está condenada al fracaso. Los cadáveres arrojados al mar esta semana en las tragedias de Almería, Motril y Canarias son una prueba tan terrible como cercana de ello. Tiene razón, por lo tanto, el presidente del Gobierno cuando proclama que la solución del problema está en la ayuda que el primer mundo sea capaz de prestar al tercero para siquiera paliar sus enormes carencias. Pero esa misma razón se convierte en un ejercicio más de seráfico buenismo cuando se compromete a convertir a España en cabeza de la lucha contra la miseria en el mundo. No es, desgraciadamente, un papel que pueda asumir nuestro país. El combate contra la pobreza requiere una movilización activa de las grandes potencias internacionales. A España, por su situación fronteriza entre la Europa desarrollada y el África hambriento, le corresponde un papel menos lucido pero de gran trascendencia: lograr una colaboración activa de Marruecos en el control del tráfico ilegal de persona y en la lucha contra las mafias que controlan ese repugnante comercio. La reunión del pasado viernes entre José Luis Rodríguez Zapatero y Mohamed VI era una oportunidad de oro para comprometer al problemático vecino del sur en una lucha activa, en la que parece que nunca ha estado demasiado interesado. Las dramáticas escenas vividas esta semana en Motril, Almería y La Gomera son un claro exponente de que los problemas de la inmigración ilegal necesita medidas eficaces y comprometidas. La Unión Europea, destino soñado de esas personas que se juegan la vida y que a menudo la pierden, tiene mucho que decir y que hacer para empezar a solucionar una situación que es intolerable porque desprecia la dignidad humana.

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