El insurrecto

Imagine there's no heaven

EL otro día estuve en una tienda sueca de muebles donde los trabajadores reparten catálogos y los clientes son los que trabajan. No es el único establecimiento comercial que provoca trastornos de personalidad. Los de comida basura, por ejemplo, se ahorran el sueldo de los camareros abduciendo a los clientes para que sean ellos mismos quienes se sirvan la comida y recojan la mesa. Conozco a muchos que no lo hacen en su casa y que lo aceptan encantados en estos platós de realidad distorsionada.

Compré una alfombra embutida en un canuto de tres metros de largo. Mi hijo la confundió con el cañón de un carro de combate. Y jugó a la guerra simulando que disparaba hacia las estanterías de las lámparas. Al principio creí que los misiles eran imaginarios hasta que derribó un par de ellas al suelo. Para evitar males mayores, le propuse cambiar de munición. El cañón dispara sueños, le dije. La primera bala me alcanzó en la frente. Me hice el dormido durante unos segundos. Y luego le conté que me había convertido en una hormiga gigante. Él se disparó a sí mismo. Repitió el ritual y al despertarse añadió que me ahogaba en un lago. Yo le contesté que el agua era de una purpurina mágica que se iluminaba con la luz de la luna. Y él que me tragó un sapo. Y yo que brillaba en su estómago como una linterna sobre la nieve. Y así estuvimos alternando sueños por disparos, él matándome y yo salvando el pellejo, hasta que la tarjeta de crédito y el peso de los muebles acabaron conmigo devolviéndome a la realidad adulta. De vuelta en el coche reflexioné con la radio apagada en la actitud de mi hijo. La violencia y el ruido están por todas partes. Como microbios culturales. Inofensivos. Invisibles. Hasta que tu hijo te grita o te dispara simuladamente. Entonces descubres que tú también eres portador de los anticuerpos y que en cualquier momento puedes desarrollarlo. Porque no estás inmunizado. Cierto que no te afecta la muerte ajena. Que es un atrezzo más en tu vida como los crucifijos o la Biblia en la toma de posesión de los ministros en un Estado aconfesional. Que no puedes evitar que en el algún momento del día un niño vea por televisión como un enfermo mental decapita a su madre y la pasea por la calle. O como un terrorista suicida hace estallar una bomba en el entierro de otros asesinados. En ambos casos, los criminales creen no serlo. Como un niño en una tienda de muebles.

No podemos normalizar la violencia en ninguna de sus manifestaciones. La machista. La laboral. La terrorista. Ninguna. Porque la convertimos en el ruido de la televisión en los bares que nos obliga a hablar más alto. Nuestras calles están hechas de silencio. Son estrechas para escuchar al viento. Y tienen árboles para escuchar a los pájaros. Y fuentes para oír el agua. Y ventanas para imaginar que no existe el cielo. Reivindico la aplicación de la ley del ruido a la violencia mediática. No para callarla. Sino para que sólo la escuchen quienes pueden entenderla.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios