Reloj de sol

Joaquín Pérez Azaústre

Ignacio Uría

NO es distinto a otras veces. Un ciudadano ha sido ejecutado por la banda mafiosa. Se llamaba Ignacio Uría Mendizábal, era empresario y no había pagado el impuesto revolucionario a ETA. Tenía setenta y un años. Ignacio Uría ha sido asesinado en Azpeitia, donde gobierna Acción Nacionalista Vasca, que no condena los atentados. Era uno de los tres propietarios de la constructora Altuna y Uría, que iba a llevar el AVE hasta Guipúzcoa. Le han matado dos pistoleros, de dos tiros: uno en la cabeza y otro en el pecho. Hacía su recorrido habitual. Ignacio Uría no llevaba guardaespaldas.

No es distinto a otras veces porque la realidad es la misma. Alguien se dedica a hacer su vida, a comer en un restaurante en compañía de sus amigos, como Gregorio Ordóñez, o corrige exámenes en su despacho en la universidad, como le pasó a Francisco Tomás y Valiente, y de pronto la muerte irrumpe en su conciencia cotidiana, rompe el trasiego lógico del día. Así ha ocurrido también con Ignacio Uría, cuya empresa ya había sido amenazada por la banda mafiosa, pero sin ceder a la coacción del impuesto revolucionario, que de revolucionario tiene poco, y mucho de reembolso para el crimen. Ahora, más que nunca, se hace imprescindible regresar a la novela La carta, de Raúl Guerra Garrido, quizá una de las cumbres de la narrativa contemporánea, en la que se analiza hasta qué extremo de fragilidad y zozobra llega un empresario extremeño radicado en el País Vasco el día de su cincuenta cumpleaños, cuando recibe una carta de ETA pidiéndole el impuesto revolucionario. A partir de ahí, su mundo se desmorona, se hace añicos, y toda la sociedad, comenzando por su entorno inmediato y su propia familia, terminan dándole la espalda. Quizá la sociedad vasca haya cambiado en este punto, pero Raúl Guerra Garrido, años después, sigue viviendo fuera del País Vasco.

Alguien hace su vida, pero no sabe que ya ha sido condenado. Entonces, y esto es lo alucinante, utilizando un peregrino pretexto ideológico, un par de vascos tiran de pistola y le pegan dos tiros a una víctima inocente, cuyo único crimen ha sido no pagar su cuota correspondiente a la administración mafiosa. La extorsión, entonces, siempre ha sido un procedimiento mafioso enteramente, con el fin primordial de mantener esa infraestructura del terror. La empresa de Ignacio Uría iba a llevar el AVE hasta el País Vasco, iba a vertebrar por la espina dorsal de las vías férreas Euskadi con el resto del país. Pero claro, conectar al País Vasco con el AVE era algo contrario, en su esencia interior, al proyecto prerromano de la autodeterminación del pueblo vasco. Esto, claro, es lo que dicen. La verdad sencilla es que ni hay lucha política, ni aquí hay una guerra. Sólo hay una banda brutal de delincuentes.

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