Reloj de sol

Joaquín Pérez Azaústre

Homenaje a Sinatra

LA escena sirve como el inicio de cualquier película. En El Escorial, en un hotel, Frank Sinatra descansa del rodaje diario de Orgullo y pasión. No está siendo, para él, un rodaje feliz: llegó a España a hacer una película, sí, pero también para reconquistar el corazón de su esposa, la febril Ava Gardner. Frank había escuchado algo acerca de sus amoríos con un actor torero, el también poeta de brillantina y juegos florales Mario Cabré. Sin embargo, en poco tiempo ha averiguado que todo se trataba de una farsa, de un aliento final agonizante, del eco publicitario de la promoción de la película que habían protagonizado juntos, Pandora y El Holandés Errante. Sin embargo, en cuanto ha llegado a Madrid ha comprobado que el enemigo es otro: un torero fornido, amigo del dictador, llamado Luis Miguel Dominguín. En Hollywood, habría sabido cómo manejarlo. Pero en este país, el asunto es distinto. Además, la preocupación fundamental no es exactamente el matador, porque siempre ha habido hombres revoloteando alrededor de Ava: qué decir del productor cinematográfico, director ocasional y empresario aeronáutico Howard Hughes, que ha adorado a Ava por encima de cualquier mujer y ha sabido conformarse, joya a joya, con una negativa inexpugnable, pero también con la amistad más fiel de la mujer quizá más atractiva, más sexualmente innegable de toda la pantalla, la única, con Dietrich, que llama Papá a Hemingway. No, lo que le escama ahora es otra cosa, es la sensación de haber venido sólo para rodar una película sobre la Guerra de la Independencia española, como si la posibilidad de volver con su mujer a su mansión de Los Ángeles fuera una utopía, como si estuviera compitiendo no sólo con el torero, sino también con la pasión de un país.

Les decía, al principio, que la escena sirve como inicio de cualquier película: en El Escorial, tras varias horas de trabajo, Frank está silencioso, no le apetece ya encontrarse a nadie. Cary Grant y Sofía Loren están cenando en Madrid. Él no puede ir a Madrid, que es territorio de Ava: su orgullo sufriría una herida terrible si, después de tantos días en Madrid, se encontrara con ella en un tablao, ebria de manzanilla, hombres y españolismo. Es entonces cuando exige que el salón-comedor quede vacío. Va hacia el piano, comienza a tocar y pide un teléfono. Marca el número del Hilton y susurra el número de habitación de Ava. En cuanto ella descuelga, él comienza a cantarle por teléfono. No dice ni una palabra, únicamente canta por teléfono mientras toca el piano frente a ningún auditorio en el salón del hotel de El Escorial. Media hora después, mientras Frank sigue cantando, susurrando al teléfono meloso, se abre la puerta del salón y aparece Ava, jadeante, sobre unos tacones blancos, desnuda bajo un abrigo de visón.

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