¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Hombres y dioses

Por primera vez, la inmortalidad empieza a vislumbrarse en un horizonte no muy lejano

Muchos científicos, como Gregory Benford, se están preguntando cuál es el límite de la longevidad humana. Algunos, incluso, han llegado a plantearse con desasosiego si no serán las nuestras las últimas generaciones que tendrán que cargar con el estigma de la parca. Es evidente que el desarrollo de la ciencia y la tecnología -ese tándem que ha convertido a los hombres en titanes- ha logrado que la esperanza de vida aumente considerablemente en los últimos siglos. De hecho, según algunos cálculos, en 2050 habrá en el mundo más de seis millones que superen los cien años de edad. Por primera vez, la inmortalidad -o mejor dicho, la amortalidad, porque las muertes por accidentes, asesinatos o suicidios siempre estarán ahí-, empieza a vislumbrarse en un horizonte no muy lejano, lo cual nos plantea no pocas interrogantes e inquietudes políticas, económicas, sociales, científicas y existenciales.

Hasta ahora, uno de los elementos que diferenciaban al hombre del resto del reino animal era su conciencia del óbito, el famoso "ser para la muerte" de Heidegger. De esta certeza se han derivado terribles angustias individuales, pero también una larguísima tradición de belleza y asombro, que van desde el Mausoleo de Qin Shi Huang hasta algunos de los ensayos más lúcidos de Michel de Montaigne. La muerte, más que el amor, ha sido un potentísimo motor de creación artística e intelectual. También un surtidor de igualdad y de una cierta justicia poética, como bien escribió nuestro Manrique en pie quebrado: "Allí van los señoríos/ [...] los que viven por sus manos/ y los ricos". Y es este poder igualador de la muerte, precisamente, lo que está amenazado, porque son muchos los temores de que la amortalidad se convierta en un bien de consumo exclusivo para los privilegiados que puedan sufragarla, bien sean altos burócratas corruptos del Partido Comunista Chino, bien plutócratas de Dallas, Dubái o Moscú. El problema de la amortalidad no es más que una pieza en el gran interrogante de si esa revolución tecnólógica permanente en la que parece que nos hemos instalado servirá para lograr un mundo más justo e igualitario o, por contra, otro en el que los grandes avances serán cotos vedados para los poderosos, como en su día lo fueron la alfabetización, la carne, las especias o la farmacopea. Exageraciones de apocalípticos, dirán integrados e ilustrados. Quizás, pero no podemos dejar de pensar en un mundo en el que, como en la Grecia mítica, convivan los sufridos y mortales hombres con los caprichosos e inmortales dioses del Olimpo.

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