¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Higos

El cartel porno de Torre del Mar no es una agresión machista, sino una vulgar falta de respeto hacia el espacio público

La llegada de la democracia a España estuvo acompañada por una auténtica explosión de la pornografía. Se nos viene a la memoria cómo, de la noche a la mañana, tras la muerte de Franco, florecieron en los quioscos decenas de revistas cuyas desinhibidas portadas turbaban y excitaban a unos españoles que, hasta la fecha, habían sido educados en una estricta moral sexual. Ni el más surtido de los serrallos de la Sublime Puerta hubiese podido competir con aquellos escaparates repletos de fotos procaces que convirtieron a revistas como Lib o Penthouse en parte de nuestra memoria colectiva. Guste o no reconocerlo ahora, libertad y pornografía fueron de la mano en aquellos lejanos años setenta y no se puede hacer un relato serio y completo de la Transición sin abordar el fenómeno sociológico del destape, que fue como se llamó a aquel descoque generalizado en el que convergían la sicalipsis más descarnada de publicaciones como Clímax con el erotismo de baja intensidad de películas del estilo de Los bingueros.

Sin embargo, y pese a que las estadísticas nos revelan el altísimo consumo de porno en internet, el género sigue estando socialmente mal visto y -esto sí que es una novedad- políticamente perseguido. Ha quedado claro con la polémica veraniega del misterioso cartel aparecido en Torre del Mar, en el cual, sobre la foto de una mujer desnuda de espaldas, aparece impresa una invitación entre gastronómica y erótica: "Cómeme toerhigo". Lo que en otro tiempo hubiese merecido un comprensible reproche moral y estético, ahora es calificado de "publicidad machista" por "denigrar a la mujer", lo que no deja de ser una falacia. Sobre todo porque se supone que, según nuestro actual código moral, ninguna práctica sexual consentida -incluida la que sugiere el cartel y la de sentirse un objeto- es denigratoria. El problema, pues, habría que enfocarlo como una falta de respeto por el espacio público y no como una resultona y mediática agresión machista, término del que se está abusando hasta límites cómicos.

Hay que recuperar la idea de que existen cosas que, por su propia naturaleza, deben ser reservadas para la intimidad. Es decir, volver al sano y denostado recato burgués. Como se decía antiguamente cuando una pareja de novios se pasaba en el entusiasmo de sus arrumacos: "Esas cosas se hacen en los hoteles". Pero eso es algo difícil de explicar en unos tiempos en los que el pudor individual y colectivo parecen haber desaparecido para siempre.

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