POR prescripción facultativa he debido permanecer en el silencio más absoluto durante unos pocos de días. En principio me parecía una empresa algo imposible, más que nada, para una persona que habla por los codos. Alguna vez me he llegado a acostar hasta mareado de tanto hablar. Ahora que, en silencio, me he despachado a gusto, a las pocas horas ya me salía un Marinerito mental que ni los politonos esos.

Han sido divertidos muchos silencios. Me recordaba una de las frases célebres que se atribuyen a nuestro insigne paisano de cuna Don Séneca -que no entiendo yo esa costumbre tan fea que tenemos de tutear a los antiguos sistemáticamente. Me parece una falta de respeto, aunque el antiguo de turno, como es nuestro caso, hubiera sido un carota- y que venía a decir: "Para hacer callar a otro, comienza por callarte tu". La gente, en el momento en que se enteraba que estabas mudito, lo primero que hacía era abrir los ojos desmesuradamente, luego te miraba varias veces fijamente y, por último, sistemáticamente, preguntaba algo al mismo tiempo que te decía: "Pero no contestes, que ya sé que no puedes hablar".

Lo que también era algo generalizado, después de las dos o tres primeras preguntas, muy obvias, que podías contestar simplemente con los ojos o moviendo la cabeza de forma comprensible, o en todo caso los hombros, la gente pasaba a una segunda fase, ya de confianza, no contigo sino con el hecho de la imposibilidad de hablar en la que se suponía que se había descubierto un canal de comunicación que parecía imposible al principio. Era como si de pronto hubiera descubierto un nuevo idioma con la constante con la que hablamos idiomas los cordobeses. Es decir, en el mismo español de siempre, pero gesticulando más que nunca, y lo que parece fundamental en este tipo de comunicación, a voces, a puro grito. De tener la garganta en parada técnica uno pasaba a padecer una minusvalía de un grado mayor pues, además de mudo, venía a añadirse la sordera.

Lo malo era que a esta segunda fase ya las preguntas, por aquello de "dominar el idioma", eran más complicadas de contestar que con un simple gesto de la cabeza, y se salpicaban con consejos médicos basados en las experiencias de otros conocidos pacientes y de cómo lo habían resuelto o pasado y todo lo que teníamos que hacer. Entonces no había más remedio que acudir a la famosa libretilla comprada en la tienda del chino de la esquina y, después de meterse con nuestra mala letra y entender el mensaje, nuestro interlocutor pasaba, indefectiblemente, a un segundo nivel de comprensión, se asombraba un poco pero no gritaba, hablaba bajito bajito y, en una ocasión, me contestaron por escrito en mi nueva PDA del chino de la esquina.

Por aquello de hacer menos cortantes algunos silencios esperados, se me ocurrió anotar en mi libretilla china alguna frase que sirviera de motivo de conversación/reflexión. Dado el caso apunté la que ya he citado antes de Don Séneca. La gente, sin excepción, asentía y me explicaban que era paisano nuestro que vivió hace muchos años, con los romanos, y también sin fallar ni uno lo de los años me lo explicaban haciendo molinetes con las manos (me imagino que para indicar el tiempo que había pasado). Después de algunas experiencias cambié la frase, porque ya sabía hasta la calle, la casa y el número donde vivió nuestro ilustre paisano, además de toda la Historia de la Córdoba Romana (uno dudaba de si estaba enterrado en San Rafael o en La Salud, porque como se había suicidadoý).

Así que terminé, en boca de J. H. Heine, el último poeta del Romanticismo y periodista crítico, totalmente calladito porque "no hay nada más silencioso que un cañón cargado" y como para explotar o dispararse, en este caso, siempre hay tiempo, mejor comenzar a saber guardar silencio, sin pérdida de nervios que, seguro, sólo nos pueden llevar al otro: "Por la boca muere el pez".

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