Reloj de sol

Joaquín Pérez Azaústre

El Gordo

EL canto de los niños es una geografía medular, una letanía por teléfono y una posición frente al cinismo. Cansan, y hasta agotan, todas las reposiciones de Qué bello es vivir, pero no cansa escuchar el jolgorio de voces contrapuestas, en plan mercado abierto los domingos, de todos estos niños que durante el año ensayan y perfilan cualquier nomenclatura de los sueños. El Gordo, en realidad, es la nomenclatura de los sueños, y el único recodo de cuanto está previsto que guarda la pureza vertebral acuosa y cincelada de estos días. Es como si después de la mañana del Gordo, cuando ya se han descorchado todas las botellas de champán, cuando salta la espuma en plena calle, cuando se retransmite en directo su estallido ebrio de alegría, todo lo que siguiera fuera casi un retablo de entremeses, la representación de un tiempo que escapa de sí mismo.

Escapamos del tiempo, somos una sombra transparente bajo el margen estrecho de las fotografías. Todo lo que ocurre en esos días tiene la conciencia de la repetición, desde los menús hasta los villancicos, o al cansancio de los villancicos, los discursos televisivos o el solomillo que queda para el día siguiente, la delicia de las tartaletas o el brindis silencioso por todos los ausentes, un llanto invisible que apenas se pronuncia. Todo, en este tiempo, es reverberación de un tiempo esquivo, de una desolación que sólo encuentra sentido en su descubrimiento posterior por cada nuevo rostro que se añade. Sin embargo, escuchando a estos niños, su canto espiritual de números cromáticos, de números flexibles, de números que son eco continuo, una gravitación hacia el techo dorado de la sala, hacia ese frío de calle que ha curtido las manos de los más madrugadores poco antes de entrar en el recinto armados por los décimos pulsados como una encrucijada sin camino, casi puede darnos la impresión de que por unas pocas horas, por una escasa mañana, apenas por un rato de cánticos numéricos todo vuelve a estar donde solía, de que nada se ha movido de su sitio, de que el tiempo por fin nos pertenece. Este es el milagro de estos niños, de su proclama cíclica: que no hace falta ni siquiera bajar así los párpados, que no hace falta concentrarse sólo en la pureza del oído, para recuperar otra pureza, la que nos puede transportar a todos a una región que ahora ya no existe, que sí puede existir, detrás de la cadencia numeral que suena como música.

Escribiendo sobre la Navidad, la cursilería es transgresiva. Eludirla es como el miedo al ridículo: una mordaza suave que recubre todas las libertades de expresión. Repondrán Qué bello es vivir, y todo será igual que tantas veces, aunque todo haya muerto: excepto el canto limpio, intemporal, de unos niños que son los mismos niños.

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