Reloj de sol

Joaquín Pérez Azaústre

Francisco García Hortelano

HA muerto Francisco García Hortelano, que de haber nacido quizá en otra latitud o en otro tiempo habría preferido llamarse así, Paco García Hortelano, en lugar de Francisco Casavella. Francisco Casavella era un novelista que decidió nombrarse así, Francisco Casavella, para no ser confundido con otro, Juan García Hortelano, con el que no le unía linaje familiar ni parentesco literario. Acababa de ganar el Premio Nadal con Lo que sé de los vampiros, y tenía 45 años. Murió en Barcelona, que era también una de las ciudades de Juan García Hortelano, con quien le unían apellidos y vocación narrativa, y lo hizo de un ataque al corazón, que es una manera exacta y repentina de morir. Ha muerto un hombre con talento, un escritor joven que tenía proyección y solidez a la espalda. Había publicado El triunfo, Quédate y El día del Watusi, esta última conformada en tres entregas: Los juegos feroces, Viento y joyas y El idioma imposible, antes de ganar el Nadal hace apenas un año con Lo que sé de los vampiros.

El ingrediente cinematográfico tangible en sus novelas no era una casualidad: ahora, todos los nuevos novelistas tienen la recámara cargada con cientos de películas diversas, porque el cine ha sustituido, como enamoramiento y formación, a la novela decimonónica. En el caso de Casavella, además, estaba más que fundado, porque también había firmado los guiones de las películas El triunfo, Volverás y Antártida. Cuando ganó el Nadal, aseguró que "la novela que prefiero es una forma elaborada de la tragicomedia", y que con Lo que sé de los vampiros había pretendido facilitar al lector "una filosofía de la historia". Al escribir se puede pergeñar una filosofía de la historia, pero resulta imposible concretar una filosofía de vivir. Hace pocos meses, apenas antes del verano, también murió otro escritor, no demasiado mayor que Casavella. Juan Manuel González se despidió del mundo justo cuando vivía su momento creativo más profuso, quizá más concretado en la novela como una narración hecha de sangre, de plasticidad y deleite. No sé cuántos años tenía Juan Manuel González y no quiero saberlo, pero sí sé que su última novela, Fuego sobre las olas, también publicada por Planeta, era una belleza de magia y de misterio sobre la vertical de la Gran Guerra, sobre ese mar de espuma que fuera el Mare nostrum que escribió Blasco Ibáñez.

Francisco García Hortelano huía de su nombre y de su falso parentesco con Juan García Hortelano, y ahora ha muerto joven como hombre, pero todavía más como escritor. Como en el caso de González, no hay explicación posible ante la desaparición de toda una escritura presagiada. Es la filosofía rotunda de la muerte: que no hay explicación, ni un razonamiento que nos lleve a entender esta certidumbre manifiesta de todos los papeles que quedan por cubrir.

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