Palabra en el tiempo

Alejandro V. García

Familias

EL domingo, en un informativo de mediodía, entrevistaron a un desconocido de aspecto visiblemente satisfecho. "Nosotros somos personas corrientes, normales", decía a los periodistas mientras trataba de acentuar con una gran sonrisa la naturalidad que atribuía a los suyos. "Vivimos en familia y tenemos varios hijos. Yo trabajo de abogado, mi mujer es farmacéutica y tenemos una pequeña inmobiliaria. No somos raros. Creemos en Dios, vamos a misa y somos cristianos". El tipo se despidió con otra sonrisa aún más grande y luego se perdió en la masa de personas que habían acudido a participar en una misa a favor de la familia cristiana oficiada por el cardenal Rouco. A mí, qué quieren que les diga, me convenció el entrevistado. Era un tipo perfectamente normal. Atributos particulares aparte (dedicación profesional, situación económica, número de hijos o fervores religiosos), el individuo en cuestión, y todos lo que compartían con él esa normalidad sustancial que identifica a las personas, digamos, civilizadas, parecían personas de absoluta confianza.

Sin embargo, había un rasgo enigmático: habían acudido a la manifestación para defender una particularidad. ¿De quién? ¿Qué rasgos fundamentales distanciaban las familias allí concentradas de las otras? Constitutivamente, nada. Un hombre y una mujer, hijos, cariño, trabajo, educación, aficiones, etcétera. Las únicas diferencias no eran, digamos, estructurales, sino de orden moral y posiblemente ideológico. Es decir, desavenencias accesorias que la cortesía democrática y la transigencia mutua deben superar sin mayores consecuencias. Convivir, al fin y al cabo, no es otra cosa que un ejercicio de condescendencia.

Entonces ¿por qué el tipo de la entrevista hablaba en nombre de la diferencia (nosotros frente a ellos o vosotros)? Supongo que se refería, por ejemplo, a que ellos no abortaban y eran parejas heterosexuales. Bueno, la mayoría de las familias (cristianas o no) tampoco se dedican a abortar alegremente ni a tener relaciones homosexuales. ¿Entonces? ¿Cuál es la diferencia que los había llevado a defender su peculiaridad en la calle?

Quizá la tolerancia, la capacidad de aceptar no sólo las diferencias morales o religiosas, sino las sexuales o, incluso, las circunstanciales (duras, tremendamente duras) que llevan a una mujer a interrumpir un embarazo. Y, sobre todo, la renuncia a imponer al prójimo criterios morales o de devoción.

A mí el hombre de la televisión me sigue pareciendo un individuo normal. Entonces, ¿quién lo coarta? ¿Quién intimida? ¿Quién se excluye?

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