Espectáculos especiales

La sentencia fue jaleada por cientos de personas -casi sólo hombres- que se congregaron para verle morir

Estamos a día 8 de octubre de 1559 y Felipe II, a las cinco y media de la mañana, se había presentado ya en la plaza Mayor de Valladolid. Su séquito estaba integrado por toda la más alta nobleza con encomiendas y ricas veneras y joyas y botones de diamante al cuello. La concurrencia era inmensa: autor hay que asegura que pasaban de 200.000 las personas que habían acudido al acto. (En el mayo anterior, en otro trance paralelo, se habían colocado más de doscientos tablados para los curiosos, que llegaron a tomar los asientos desde media noche y pagaron por ellos 12, 13, y hasta 20 reales). La ceremonia siguió la larga liturgia llena de rezos e imprecaciones piadosas con todos los intervinientes reglados: jerarquías civiles y eclesiásticas, clérigos seculares y regulares y demás ayudantes. Y luego vino el tratamiento particular para cada reo: unos, quemados vivos directamente; otros, ajusticiados antes y luego entregados al fuego… Con estos dos autos de fe, asegura Menéndez Pelayo, quedó muerto y extinguido el protestantismo en Valladolid.

Dando un largo salto en la historia para el propósito de esta reflexión, cabe situarnos en Saná, capital de Yemen, casi antes de ayer. La crónica narra cómo es ejecutado en público… "una multitud observa, jalea y fotografía la condena a muerte en público de un hombre que violó y asesinó a una niña de tres años": rodeando la zona habilitada para la ejecución en las terrazas cercanas e incluso encaramados a los postes de luz cercanos, los asistentes observaban el macabro espectáculo, que las autoridades llevaban días anunciando. Muchos coreaban "Alá es grande". La sentencia fue jaleada por cientos de personas -en verdad casi sólo hombres- que se congregaron para verle morir.

La salud del alma, en un caso, la del cuerpo en otro. Y en el entretanto, por resumir un poco, la fila de nobles desfilando ante el cadalso en procesión civil. Muchas representaciones como espectáculos públicos de horror y espanto han llenado la historia, pero las que encierran un propósito justiciero guardan una pátina especial. Las autoridades lo justifican por ejemplarizante, tal como Licurgo, cuentan, emborrachaba a los ilotas para que los ciudadanos libres conocieran los perniciosos efectos del alcohol, pero, como dice Borges, en ese velatorio conmueven las menudas sabidurías / que en todo fallecimiento se pierden. Y pierden a la gente en comandita.

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