EL arte de Pepe Espaliú supone en sus más logradas aportaciones la refutación de ese persistente estribillo teórico que postula el imposible equilibrio entre forma y contenido. Espaliú concilia lo poético, lo íntimo y lo social desde una heterodoxia no complaciente, en un ejercicio doloroso de creación en libertad basado en una fascinante alternancia de introspecciones y proyecciones, de susurros y gritos, de insinuaciones y ocultamientos salvados de la fatiga de la retórica y abonados a una inercia de repeticiones, variaciones y ampliaciones que consolida la singular vibración de su voz artística. Una voz que no renuncia al hermetismo (un hermetismo muy personal y que no evade la ironía) pero sí al dogma, que abraza la paradoja casi sin querer, que se sabe por momentos contradictoria, una voz política como en alguna ocasión la ha definido Juan Vicente Aliaga, difícil e irreverente, recompensada a partir de cierto momento (mediados de los años 80) por la intuición de que ha sabido hallar un lenguaje propio pero asediada por nuevos o renovados desvelos, por pulsiones que no admiten cauce, por la creciente impureza de un dolor: la imposible identidad. Cuerpo e identidad son quizá los dos conceptos clave en el arte de Espaliú, explorador de rostros vacíos, de lo que hay detrás del rostro, de la máscara que cubre y anula o salva, de la terrible decantación del tiempo en escenas con remotos cuerpos presentes, blancos, huidos, mortales, sometidos y nuestros. Todo Espaliú, su gama conflictiva y dialéctica, está resumido en obras como The hour of self-accusation, I heard my soul singing against me o Rey, dama, valet, con la madre ausente y el sexo irrefrenable.

El diálogo de opuestos es continuo en su obra, trazada interminablemente por la adicción metafórica, y así el artista de la máscara y el solapamiento sorprende con sofisticadas o sencillas estrategias de mostración y revelación, hasta llegar al desafío conmovedor de la desnudez en un sobrecogedor ejercicio expresivo más allá del arte, pugna de la imagen y el silencio en la órbita premortal del último verso, el cuerpo despojado sin vocación de símbolo, enfrentado ahora sí a la más radical forma de extrañeza. En el arte de Espaliú no hay frivolidad y no hay alegría. Su voz es grave, culta, escéptica, interrogativa y huérfana. Una exposición recién inaugurada en el centro de arte que lleva su nombre contribuye documentalmente al ejercicio de reconstrucción de su trayectoria, en la que quiso "nadar en el barro con la más absoluta limpieza". Confeccionó eficaces pasarelas entre lo propio y lo colectivo, lo personal y lo público, hizo un existencialismo conceptual y sereno y en su dinámica de camuflajes y encubrimiento fue un poco como el poeta fingidor de Pessoa. En su sillón predilecto, poco antes de su muerte, José González Espaliú hablaba de Pepe mirando hacia sus obras, todavía sin entender su ausencia, y su cara estaba entre la luz y la sombra, medio escondida como en una inquietante rima o correspondencia impremeditada, y sus palabras arañaban sin prisa el escrupuloso misterio de la tarde.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios