TODOS los problemas de la humanidad terminarían si nos mirásemos con los ojos de Elia. Limpios. Inocentes. Puros. Sin prejuicios. Ni resentimientos. Recién nacidos.

Yo creo en la existencia de una soberanía compartida entre uno mismo y no sé quien para escribir el guión de nuestra vida. Ese alguien decidió que Elia fuera la protagonista de una película de Almodóvar en la escena de su nacimiento. Ocurrió la madrugada del lunes. Su madre apuntaba en una libreta los minutos entre contracciones. Sola. Con su otro hijo en la cama. Cuando bajaron de veinte decidió llamar al padre de la criatura: un servidor. Yo acababa de salir del campo del Betis con mi hermano y mi amigo Paco con muletas. El Sevilla y el cielo nos habían llovido encima. Nuestro coche quedaba a un par de kilómetros. Y el paisaje hasta el aparcamiento no era menos desolador: una turbamulta de béticos con el ánimo hecho jirones, un atasco de mil demonios, sevillistas eufóricos, antidisturbios y policías a caballo. En esas vibró el móvil en mi bolsillo. Tranquilízate cariño, me dijo, voy para la Cruz Roja.

La niña se había adelantado una semana. Mi corazón unas cien pulsaciones. A la velocidad que Paco podía imprimir a sus muletas, atravesamos el resbaladizo carril bici de La Palmera hasta llegar al coche. Encendí el motor con la esperanza utópica de que ese guionista desconocido aclararía la noche y el atasco. Al cuarto de hora volví a llamar a mi mujer para que me tranquilizara. Voy de camino con mi madre, mi hermana y mi cuñado. Eso me dijo. Yo seguía varado en el mismo sitio como un palacio del Sur. A la media hora me llamó para saber dónde estaba. Por el aeropuerto de San Pablo, le dije, y tú. Yo en la 323.

Mi mujer y yo habíamos decidido tener nuestra hija a solas y después llamar a familiares y amigos. Cuando ella volvió de la epidural se encontró a siete en la habitación y tres disfrazados de verdiblanco. Entré el paritorio con la camiseta del Betis. Sin duda, los ocho minutos más emocionantes e inolvidables de mi vida. Primero insinuó su cabeza poblada de cabello negro. Luego su cuello. Y después todo su diminuto cuerpo morado. El doctor me la entregó como una ofrenda divina. Yo la posé en mi pecho y después sobre el vientre de su madre. A unos centímetros del faro de su sonrisa. Elia abrió los ojos. Deslumbrada. Todavía en silencio. Y el tiempo se humanizó de repente.

El ser humano tiende a ser la medida de todas las cosas. Incluido el tiempo que hemos convertido en ansiedad para ajustarlo al ritmo de nuestro cerebro. Yo he visto a gente angustiada porque su móvil invertía unos segundos en enviar una foto desde Níger. Hace unos años, esa misma operación hubiera tardado meses por correo ordinario. El tiempo lo mide la naturaleza de la que el ser humano es parte. Elia lo detuvo en mi memoria a las 2:35. Y lo encarceló en sus ojos. Para que cuando la mire sea consciente de que ella y yo sólo somos estuches de tiempo. Gracias Elia por ayudarme a comprender la diferencia entre lo urgente y lo importante. Bienvenida a la vida.

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