HACE unos días visité Ávila. No creo que sea necesario recordar lo imponente de sus murallas, la grandeza de sus iglesias y palacios, el encanto de sus calles empedradas o el rastro que en ella dejó santa Teresa, cuya prosa, elegante y sencilla, tanto añoramos algunos, igual que su sensible y hermosa poesía mística que emociona incluso a quienes no profesan la fe católica. Supongo que Ávila, como cada ciudad de España, es un compendio de nuestra propia historia y, sobre todo, de ese conjunto de grandezas y miserias que se ha venido en llamar el ser español.

Pues bien, en esas andaba yo cuando al atravesar la Puerta del Alcázar me encuentro con la estatua de bronce que la ciudad dedicó a Adolfo Suárez y recordé las controversias suscitadas una vez que Rajoy, Rivera y hasta Sánchez, intentaron apropiarse de su figura histórica durante las dos últimas campañas electorales. Ya saben que recurrir a la Transición está de moda, sea para ejemplificarla y proclamar, como señala el propio epitafio del Duque de Suárez, que la concordia fue posible, sea para tacharla desde la izquierda radical de mero pasteleo postfranquista. La cuestión es que todos quieren ser dialogantes como Suárez pero nadie se pone en serio a ello.

Y en medio de esas reflexiones pasaron por allí unos chavales apenas veinteañeros que ante mi asombro gritaron entre risas, con esa falta de respeto que ahora llaman naturalidad, algo así como y ese tío, ¿quién es? Y yo me pregunté si es que en los colegios de España ya no se estudia historia. Pero lo que ya me produjo un absoluto pasmo fue la conversación entre dos parejas con edad suficiente como para recordar a Suárez diciendo puedo prometer y prometo que, con más afán ofensivo que crítico, desmenuzaban todo lo que hizo mal sin recordar nada de lo que muchos creemos que fue fundamental para que hayamos disfrutado del período más largo de estabilidad política y democracia de nuestra historia. Entiendo que la muestra no es suficiente para llegar a conclusión alguna y puede que, simplemente, tuviera mala suerte y me topara con un tour de morralla. Pero la historia abona la idea de que los españoles somos desagradecidos y olvidadizos, como se lamentó algún liberal tras la vuelta de Fernando VII, pues le sorprendió que los serviles le llamaran con arrobo el Deseado. Ya dijo el premier británico Harold McMillan que deberíamos usar el pasado como trampolín y no como sofá.

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