DESECHAMOS el suplemento de color salmón que viene en los periódicos del domingo para que la prensa abulte menos, y pueda trasladarse bajo el brazo: su vida nace en el kiosco y va a dar a la papelera, que es el morir -o el reciclaje-. Consideramos los microespacios sobre economía un epílogo de los anuncios publicitarios, y agradecemos la pausa más eterna para centrarnos en nuestras labores, telefonear a familiares, entregarnos al zapping. Aún -yo confieso- traducimos a pesetas según qué cantidades; mejor dicho, traducimos de euros a pesetas, así, en general, y todavía. Lo ignoramos todo sobre los tipos de interés, confundimos desaceleraciones y recesiones -¿es lo mismo, lo contrario?-, y nuestros conocimientos sobre el dinero se limitan a la numismática. Ni uno, ni dos: somos legión.

Porque nuestro analfabetismo en materia económica alcanza cotas de Everest, cualquier aparición de ministros, analistas financieros o primos hermanos que estudiaron en ETEA -con la diplomatura basta- se recibe como la contraseña del oráculo de la supuesta crisis. Ellos nos revelarán qué ocurre y por qué, cuál es nuestro futuro de verdad, cómo prepararnos para la catástrofe o -todo es posible- cómo tranquilizarnos frente al alarmismo. Los porcentajes nos suenan a chino; las siglas, a lenguaje informático.

Nos asustan por lo que intuimos en sus justificaciones, pero también -sobre todo- por lo que desconocemos: qué palabra de su discurso significa de otra manera en la jerga de los tiburones bursátiles, qué comodines suenan bien al ciudadano de a pie y aterran al que sabe un poco.

La crisis se nos muestra difícil y lejana en el papel, en las imágenes: un portavoz de algo surge del atril, recita de memoria una lista de cantidades y variables, recoge sus esquemas y se marcha negando un turno de preguntas. Pero la crisis cobra cuerpo donde importa, en la rutina: sueldos congelados o reajustados -eufemismo obliga- por imperativos del presupuesto general, contratos que no se renuevan o puestos de trabajo que se mantienen -pero en la sombra-, y productos por los que desembolsamos el doble que anteayer.

Sin embargo, el turno de espera en la frutería o la caja de ahorros no se mueve entre el miedo, sino a la música de las conversaciones: la selección de fútbol, el actor de moda. Ignorancia de más, indolencia de menos: nosotros, tan contentos; los bolsillos, tan vacíos.

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