LA mitología griega es el atlas de tu vida con los nombres cambiados. Yo mismo me he sentido grande o miserable al reconocerme en alguno de sus dioses. Últimamente, en Casandra. A la pobre la condenaron a ver el futuro y no poder evitarlo. Una y mil veces. En un bucle demoníaco que la llevó a perder la esperanza y la vida. En ese orden. Casandra contaba como certezas las catástrofes que para el resto no alcanzaban el rango de remotas probabilidades. Pero nadie le hacía caso porque la mayoría prefiere aceptar a modificar lo que se le viene encima. El futuro, como la muerte, es irreparable.

Yo no lo creo así. Yo pertenezco a la misma casta de casandras hipocondríacas que los hombres del tiempo. Esos que predicen lluvia aunque luego no llueva. Si lo piensas bien, nunca pierden. Mejor salir con paraguas a pleno sol que sin él cuando llueve. Igual yo convierto el futuro en una verdad evitable porque todavía confío en la conciencia transformadora y rebelde del ser humano. Y por eso me duele la lengua de hablar de esta crisis planetaria que ayer eran estadísticas y hoy agujeros en el estómago.

Crisandra es la simbiosis perfecta entre crisis y Casandra. Una patología que los políticos prefieren ocultar inyectando dinero en los escasos sectores de mercado que controlan. Pero se equivocan. Mejor dicho, están perdidos. No saben qué hacer. Andan maquillando artificialmente la situación mientras encuentran la mejor excusa. Sólo que no hay cosmética para tanta arruga. Esta crisis no es como las demás. No es comparable al crack del 29 ni a la petrolífera del 73. No es una caída bursátil ni un desajuste temporal entre la oferta y la demanda. Es una crisis mundial que arranca de una evidencia incuestionable: los recursos se agotan y los que hay no dan para tanta gente. La hipocresía occidental impuso la dantesca ecuación del 20:80 para mantener sus niveles de bienestar. Y maquilló con ONGs y campañas del 0,7 algo tan escandaloso como que el hambre mate al tercer mundo mientras nosotros morimos de colesterol. Yo el primero.

Hoy la ecuación es otra. Cada año se incorporan al mercado millones de consumidores mundiales. Chinos, asiáticos y africanos que viven hacinados en megalópolis y que quieren gastar como tú, viajar en coche como tú, calentarse la comida en el microondas y limpiarse el culo con papel higiénico. Pero no hay gasolina ni alimentos para todos. Los precios suben igual en la Corredera que en los arrabales de El Cairo. Y en medio, Andalucía. Un sujeto político y económico en el paralelo 36, entre oriente y occidente, que irresponsablemente ha renunciado a una planificación seria que garantice su autosuficiencia energética y alimenticia. La solución no pasa por talar olivos centenarios para sembrar huertos solares en un parque natural o en mitad de la vega. Ni por subvencionar hipotecas donde sobran medio millón de viviendas. Los andaluces no tenemos por qué importar la comida y la energía que nos sobra. Piénsenlo. No son delirios de un viejo fascista o bolchevique. Habla Crisandra.

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