El tránsito

Eduardo Jordá

Corrector de ojos

ANTEAYER, en un gran supermercado de un centro comercial, el vigilante de seguridad se paseaba aburrido por los pasillos desiertos, mientras que la cajera -sólo había una- se estaba probando varias marcas de corrector de ojos. Además del vigilante y la cajera, no había nadie más. Los otros empleados habían desaparecido. No se veía ni una lechuga, ni un envase de carne ni una lata de cerveza en ningún sitio. Para mi hija, acostumbrada a la abundancia, aquella imagen era el Apocalipsis.

No era una emergencia, desde luego, pero se le parecía mucho. Es cierto que otros muchos supermercados estaban bien abastecidos y que nadie -de momento- echaba en falta los artículos de primera necesidad. Pero a aquella misma hora había muchas carreteras bloqueadas y la Policía tenía que proteger a los camioneros que intentaban hacer su trabajo. Entre la gente cundía la sensación de desconcierto y de incertidumbre. Y todo porque un pequeño grupo de empresarios del transporte se había empeñado en que se reconocieran sus extravagantes peticiones de rebaja del precio del carburante.

Hay momentos en los que lo único que se espera de un político es que dé la cara y trasmita confianza a los ciudadanos. Pase lo que pase, la gente necesita saber que hay alguien que se está haciendo cargo de la situación (aunque ese político no pueda hacer nada, aunque lo único que pueda hacer es hacerle creer a la gente que algo se puede hacer). Eso era lo que la gente quería. Y eso es justo lo que Zapatero no ha hecho. Desde el primer día de huelga debería haber explicado al país que las exigencias de los transportistas eran inadmisibles -en realidad, un simple chantaje mafioso-, y que por tanto se iba a hacer todo lo posible para garantizar el abastecimiento. Si hacía falta utilizar la Policía, se utilizaría. Nada le hubiera favorecido más que explicar las cosas con claridad y pedir la calma y la confianza de la ciudadanía. Pero no lo ha hecho.

Saul Bellow contaba lo que ocurría en Chicago en los peores tiempos de la Gran Depresión. Al atardecer, los coches se detenían en las autopistas y los conductores encendían la radio. Era la hora de las charlas radiofónicas del presidente Roosevelt. "Es el momento de decir la verdad con honestidad y audacia. Esta gran nación sobrevivirá como ha sobrevivido a otras pruebas, y volverá a disfrutar de la prosperidad. El futuro pertenece a la democracia", decía Roosevelt. Y los ciudadanos de Chicago (enfermeras, parados, contables, empleados del matadero) paraban los coches y encendían la radio, porque necesitaban oír que el país ganaría la batalla. Aquí, en cambio, nos paseamos aburridos por los pasillos desiertos de un supermercado, mientras la cajera se pinta los ojos.

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