La mañana tiene color Vivaldi y hecatombe de murmullos. En los goznes de la espera, en el lodo del sentir, en la fronda del recuerdo se acumula la sospecha de que vivir es buscar contraseñas y de que todo estilo nace de una orfandad. Hay como un coloquio de cristales que remite al desahucio de los románticos, a un simbolismo leve y falso, al escozor final del barroco que está entre el sueño en que claudica y el verso en que se pierde, o sea la poética del extravío, vivir es extraviarse y la mañana tiene color Vivaldi y murmullos de hecatombe, y el café inaugura una retórica y la calle es, entre el gozo y el terror, la perfecta, sutil, arrítmica geografía de un desconocimiento.

Vivir es no encontrar el significante definitivo o el significado perfecto, o al revés. Y al final la desembocadura más fácil es el repliegue en la sencillez, que es el argumento de los incapaces, un confort de multitudes. La sensibilidad y la inteligencia admiten con gozo las censuras, las comodidades, las depuraciones que finalmente generan una definición más asumible de la existencia. Es bendito el cauce hacia la simplificación. Es necesario. Twitter, las canciones de moda y las tertulias con Marhuenda coadyuvan en el proceso.

Estamos en la sociedad de la inopinada concreción significativa, con valor casi poético, de complejos y nuevos itinerarios que, partiendo de significantes dudosos e incluso vacíos, imploran una resolución semántica o conceptual efectiva además de rápida. La cosa es no pensar mucho: el reto es la confección de dictámenes con valor definitivo, o al menos con una acústica lo suficientemente intimidatoria como para anular por vía decibélica el posible cómputo de objeciones.

O sea que uno se levanta y se hace el café y se asoma a la mañana y se sabe inédito o extranjero, cada día en un exilio que tiene que ver con los inesperados rumbos de la conciencia itinerante y las sangrías sociológicas. El voltaje de la incomodidad no sobrepasa de momento las ramificaciones del estímulo. Cuando lo haga, nos quitaremos de en medio con la pragmática dignidad de quien ensayó una derrota que no fuera homologable.

Porque hay que intentar no molestar demasiado, por una cosa moral que todavía nos queda (y por estética, sin duda). Y vivir es, básicamente, molestar, en cambiantes grados y temperaturas. Así que la mañana la vamos a dedicar a no salir de casa, a no estar, a no intercambiar, a la no relación, al no diálogo, a la nueva edición de Baudelaire en Penguin Clásicos con sus alcoholes, sus derrotas, sus esquinas y sus putas, a indagarnos subalternamente en el centro más incauto de los misterios domésticos, a buscar contraseñas, que no queremos molestar, que no, que no queremos.

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