La democracia nunca estorba, pero hay veces que sorprende sobremanera. A la vista de los resultados, está claro que la militancia socialista, en un marco profundamente dividido, ha apostado por un proyecto muy diferente al que ha aupado al socialismo democrático al Gobierno anteriormente. Ha pasado antes en Francia, con Hamon, y en el Reino Unido, con Corbyn. Lo que pasará a partir de hoy es un punto de inflexión.

La socialdemocracia española, desnortada completamente, tiene frente a sí un desafío imponente: rearmarse. Eso pasaría por definir un proyecto político que compita desde la izquierda hasta el centro para convertirla en una opción apetecible y favorable para la mayoría. La mayoría electoral no es neutra pero, desde luego, no es ni formal ni materialmente radical. El gobierno no se consigue con un discurso concentrado en solucionar prioritariamente la desigualdad social extrema. De hecho, eliminar o minimizar la exclusión social y sus zonas fronterizas es de sentido común y de elemental compromiso con la justicia: es una condición sine qua non de la acción política. Para un proyecto ganador, la cuestión estriba en conquistar a las castigadísimas clases medias y achicar los extremos: esto es, leer bien las necesidades, en lugar de ser solo guardianes de las esencias anti-capitalistas, convertirse en la vanguardia del desarrollo personal, social, cultural y económico de las personas con un doble fundamento: la igualdad de oportunidades, garantizada por el poder público, y el mérito personal, sin más límite que el esfuerzo de cada cual. La socialdemocracia debe ser más trampolín de oportunidades que dique público que frene la libertad individual. Si esto lo garantiza Sánchez o no es algo que está por ver.

Se han repartido muchos carnets de izquierda verdadera y se han retirado otros tantos, y las cosas de comer son otras. La división clásica entre la izquierda y la derecha está muy diluida en la sociedad votante. En nuestro país hay unos dos millones de militantes activos de una u otra bandera pero un cuerpo electoral de otros treinta y cuatro millones más. Activar a los militantes desde la trinchera es elemental pero para ganar hay que parecerse al elector y los votantes no invierten un segundo en esas batallas. Quieren, queremos, un país decente, con un estándar mínimo aceptable, sufragado con impuestos justos en un sistema seguro y, por lo demás, que no se les estorbe. Si, luego, además, se proporcionan algunos destellos de orgullo de pertenencia a un colectivo diverso, mejor. Y lo demás, salvo para cuatro iluminados, que nos quieren vender el descubrimiento de la pólvora, son vainas.

La espera no es infinita y el tajo es enorme: que los socialdemócratas sean una alternativa es remota, pero las urgencias de la mayoría son inexcusables.

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