Siempre ha habido abusones en las clases. Acojonaban al personal con su corpulencia, su fuerza, o porque tenían detrás a cuatro imbéciles. O sea, que tontos ha habido siempre, pero como lo eran, tontos del culo, se veían rápidamente abandonados porque el resto de la clase protegía al abusado y emergían liderazgos que se los comían a la larga, y a la corta. Los buenos ganaban a los malos o los aburrían y los chulacos descendían un par de peldaños en la estrecha escala social de la escuela. Algo ha cambiado. A peor.

Hoy somos modernos, tenemos bullying, y nuestra escuela forma mil comisiones, consejos, organismos y plataformas para atajar esto, cada vez más frecuente y violento. Palabrería hueca y "buenrollismo" permanente, tan propios de nuestro sistema, más perdido que el barco del arroz. Si un niñato (o una niñata) la toman con cualquier chaval (o chavala) en la clase, convierten su vida en un infierno, lleno de agresiones verbales y físicas, normalmente retransmitidos con el móvil y amplificados por las redes sociales que casi todos usan. Que salga uno bueno que los contrarreste y los lamine con la palabra es casi heroísmo. Los profesores se implican, pero su arma más contundente es una expulsión del centro por tres días y eso ya es un disparate de sanción. La intervención judicial es muy escasa y, como son menores, la reacción satisface poco o nada en términos de reparación y seguridad, salvo que se trate de supuestos extremos, en cuyo caso, lamentablemente, llega tardísimo, cuando no hay remedio. El primer acoso, menos escandaloso y viral que las somantas de palos que salen en la tele de vez en cuando, es tratado como un problema de convivencia en el centro, que se despacha, dándole patada larga, en una comisión de convivencia o con alumnos mediadores. Los orgullosos padres del acosador defienden, con la misma mala leche que su estirpe, que el niño no ha hecho nada tan grave y eso, además, si les da por acudir al centro. Los colegios, responsables subsidiarios, protegen su interés achicando el asunto, restándole importancia, contemporizando. Un desastre. Los chavales, que huelen el vacío de autoridad a la legua, aprenden que si pasa algo de esto, hay dos cosas a controlar: una, que no te toque a ti; y, dos, si ves que está pasando, no te compliques mucho la vida, porque el siguiente puedes ser tú. El chulaco se convierte en el sheriff, manda. Y cuando lo pillan, el riesgo es mínimo. El acoso no es un problema de convivencia sino un delito y muchos quedan impunes por nuestra correcta estupidez, hasta que no hay solución.

Tenemos una escuela sin nivel, sin autoridad ni disciplina, un contenedor temporal de chiquillería desmotivada. Y ahora tenemos bullying. Quizás si lo hiciéramos al revés, aunque cueste obligar al esfuerzo, aburríamos otra vez a los chulacos.

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