Betis

Las venas del río grande nutren los campos y el paisaje o también la memoria -el alma- de sus gentes

En algunos tramos de su largo recorrido desde las sierras orientales, donde el calado es tan superficial que según recordaba la tía abuela, nacida en el siglo antepasado, los hombres del lugar lo cruzaban a zancadas, el río grande es verdaderamente grande y conforme se acerca a la desembocadura, como anunciaba el azulejo de la vieja estación hidráulica, preludia ya los tonos, los olores y la inmensidad del océano. Aunque el curso no sea exactamente el mismo, aunque no existan ya el golfo tartesio ni el lago ligustino, no es difícil imaginar esas mismas aguas, que tampoco son las mismas, hace siglos o hace milenios, cuando las mareas que todavía se dejan sentir en los pueblos ribereños cubrían amplias extensiones de lo que hoy, no mucho tiempo después en términos geológicos, son las fértiles llanuras de la campiña.

Aún discutidas, las fuentes del Betis han sido disputadas desde la Antigüedad por varias localidades que reclaman el honor de albergar entre sus límites el nacimiento propiamente dicho, aunque lo cierto es que todos los ríos nacen donde lo hacen sus afluentes que en el caso del nuestro son múltiples y caudalosos y contribuyen a vertebrar con su intrincada maraña de ramificaciones, tan esencial para la vida de la región, el vasto territorio de la cuenca y su identidad no sólo geográfica. Como las calzadas romanas eran para Chesterton los huesos que conformaban el esqueleto de Britania, así las vías fluviales o hasta los más ínfimos arroyos de la Bética, tan maltratados por los herederos de la mentalidad desarrollista, son como las venas de las que se nutren los campos y el paisaje o también la memoria -el alma- de sus gentes.

Incluso mermado por efecto de las sequías cíclicas, el abandono de los cauces o los vertidos ponzoñosos, el río sigue definiendo la hechura de todas las comarcas que atraviesa. No pertenece a nadie, ni a los agricultores ni a los propietarios ni a la confederación hidrográfica ni a autoridad -incluida la portuaria- de ninguna clase. Es de quienes lo viven y se asoman a sus márgenes o huelgan en ellos. Es de quienes nos precedieron o sucederán y verán como nosotros, en los hermosos bosques de ribera, en los meandros casi ocultos o en las marismas inmemoriales que acaso guarden entre los sedimentos el rastro de la ciudad desaparecida, el destello de una antigua forma de habitar la tierra. El día que se transforme en un mero canal para el transporte de contenedores o de esos horribles edificios flotantes donde se hacinan cientos o miles de viajeros apresurados, habremos perdido algo más que una vista.

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