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Barreras

CUANDO mis obligaciones profesionales me lo permiten, menos de las deseadas, me encanta pasear junto a mi hijo. Es emocionante contemplar esos gestos y señales de fascinación, de explorador ante un nuevo mundo, que descubro en sus ojos. Señala los colores que más le llaman la atención, repite entre sonrisas las marcas de los vehículos que nos encontramos y reclama su ración de piruletas o de gusanitos cuando pasamos cerca de un quiosco. Sin embargo, este acto cotidiano, de un padre empujando el cochecito que alberga a su hijo, en multitud de ocasiones se convierte en una especie de aventura macabra -cuando no en un imposible-, que requiere de grandes dosis de paciencia y pericia. En esos momentos, no puedo dejar de pensar en las personas con discapacidad, que en demasiadas ocasiones se enfrentan a unas ciudades que les muestran el perfil de un laberinto sin final, duras, rocosas, inaccesibles, inútiles para sus necesidades más primarias. Y mi padecimiento no es comparable con el de este sector poblacional, que es más numeroso del que imaginamos, ya que yo parto con ventaja, puedo realizar maniobras que ellos y ellas no pueden, esquivo obstáculos, retrocedo sin dificultad.

Es evidente que se han producido avances significativos en la eliminación de barreras arquitectónicas en nuestras ciudades y edificios en los últimos años, pero que siguen siendo, en cualquier caso, insuficientes. Desgraciadamente, en multitud de ocasiones esta eliminación -o suavización- de las barreras no produce el efecto deseado porque con nuestro egoísmo, con nuestra falta de sensibilidad y de solidaridad, lo impedimos. Ignoramos las señales, obviamos las recomendaciones, y no tenemos en cuenta que aparcar el coche en doble fila, con tal de no andar dos pasos, puede suponer un problema insalvable para alguien que ocupa una silla de ruedas o que se vale de un bastón para guiarse. Pero si las barreras físicas, de cemento y ladrillo, pueden generar desigualdades terribles, qué decir de las mentales o sociales, de recelo e ignorancia, que consiguen marginar, convertir en ciudadanos de segunda categoría a las personas con discapacidad.

Nos ha costado -y sigue costando- normalizar el idioma, durante muchísimos años fueron nuestros lisiados, nuestros tullidos, nuestros tarados o nuestros cojitos. Nos cuesta -y nos seguirá costando- normalizar nuestras ciudades, planificarlas y construirlas para todo el conjunto de la población, sin obviar ningún colectivo. Aún nos cuesta asimilar que las personas con discapacidad sólo son un grupo con unas peculiaridades muy concretas y específicas, pero que son tan válidas como cualquiera, como usted o como yo, para llevar a cabo cualquier tarea o profesión, y que su desarrollo dentro de la sociedad debe ser idéntico a la del resto de ciudadanos -en la mesa de al lado, paseando, tomando decisiones o en la parada del autobús.

Mañana, tres de diciembre, Día Internacional de las Personas con Discapacidad, volveremos a escuchar esos mensajes que creemos asimilados, y nos volveremos a emocionar con esas historias que ilustran los desagradables equilibrios tan cotidianos que aún podemos seguir contemplando. Tal vez sigamos pensando que las barreras ya han desaparecido -o que vamos por el buen camino-, y que son responsabilidad, única y exclusivamente, de las administraciones públicas. Seguiremos sin hacer nada, porque consideramos que nuestra emoción lacrimógena, nuestras buenas intenciones, nuestra compasión, son más que suficientes. Con comprar un decimito, cediendo el paso en el ascensor del centro comercial o elogiando su fuerza de voluntad habremos limpiado las manchas que podamos descubrir en el difuso cristal de nuestra conciencia. Continuaremos escondidos, como hemos venido estando hasta ahora, tras nuestra barrera de normalidad, que es la gran barrera que cada día levantamos frente a las personas con discapacidad.

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