Relatos de verano

Clara / Obligado

El Amuleto (I)

Le habían regalado el amuleto en su último viaje a Buenos Aires, cuando todo marchaba tan mal que su amante sintió la necesidad de protegerla. Fue en una galería de lujo, cerca del hotel. Esa zona se había aglutinado una especie de isla turística en la que, si alguien hablaba castellano, era español, si caminaba de prisa, era un alto ejecutivo.

Al principio Myriam rechazó el ofrecimiento. No le gustaba recibir regalos de los hombres, a menos que fueran entregados en un contexto muy especial, y éste no era el caso. Pero pensó que no tenía que ser tan rígida, apenas era un amuleto, valía la pena guardar un recuerdo de la ciudad que, en pleno mes de febrero, estallaba de flores.

La galería, en contraste con el cielo azul, parecía oscura. Era una de esas zonas construidas en los sesenta, cuando la ciudad era rica. Ahora tenía tiendas cerradas, las pocas supervivientes, eran de un lujo antiguo, casi irreal. Enceguecida por la luz de la calle entró a la tienda tropezándose con un escalón; una bola de cristal rodó y fue a caer sobre su empeine, tuvieron que pagarla mientras su pie se hinchaba como una toronja. Para no caer, había clavado las uñas en la camisa de su compañero con tan mala suerte que atravesó la tela. Él hizo un gesto de fastidio, pero se contuvo. Entonces Myriam permaneció quieta mirando el amuleto, que parecía irradiar su capacidad de mejorar las cosas.

El amuleto de buen diseño, casi una pequeña joya de plata que encerraba en su interior esférico semillitas rojas traídas del Brasil. Una especie de relicario mágico o escapulario pagano. Mientras sonreía a la vendedora y al hombre intentando calmarlos, se lo colgó del cuello, se miró en el espejo: era precioso. Ante su propia imagen, Myriam pensó dos cosas: la primera, que no estaba nada mal, si se evaluaba su aspecto físico. La segunda, que no estaba nada bien, si se evaluaba su vida. En Madrid había dejado un padre enfermo, hermanos en permanentes disputas, a la mujer de su padre, quien, luego de años de convivencia pacífica, había decidido quedarse con la fortuna familiar, las danzas de los abogados alrededor del lecho del enfermo, las discusiones desagradables. Entristecida recordó a su madre, los malos ratos pasados cuando su padre la abandonó, las noches en las que había tenido que consolarla, su muerte prematura, y se preguntó si no venía de allí su desconfianza hacia los hombres. Sí, tal vez. Lo que estaba sucediendo la llenaba de desazón, de pesimismo, de desconfianza en el ser humano. La suya era una familia tradicional que había sobrevivido varios naufragios, que había sabido mantener cierto patrimonio a pesar de los vaivenes de la historia. Una familia, como decía su abuelo, "siempre honesta, querida, siempre honesta, nosotros nunca hemos discutido por dinero, qué ordinariez". Mientras se miraba en el espejo sintió que, tras el azogue, una ristra de antepasados la observaba con ceños fruncidos. Qué sensación absurda. Sacudió la cabeza para alejar los malos pensamientos y sonrió a su acompañante quien, frotándose la camisa como si fuera una herida, intentaba que cicatrizara. Pero no era resentido, sino que le sonrió, animándola:

-Vamos, Myriam, te queda precioso, déjame regalarte algo, no seas arisca.

Myriam retiró la cabellera rubia y se dejó abrochar el amuleto. Aunque era alta, la cadena, demasiado larga, hacía que el amuleto le llegara casi al ombligo y tintineara sobre la hebilla del cinturón, dando saltitos de gozo.

-Mire, dijo la vendedora, parece que la está llamando…

-Si me lo quito, pensó Myriam, vaya uno a saber qué me puede pasar: rechazar un amuleto es convocar la desgracia. Al fin y al cabo, no es más que un regalo, no me está comprando a mí, sólo puede ayudarme a mejorar las cosas.

Con un gesto cariñoso y profundamente masculino, él la miró sonriente también, y su rostro, afeitado, moreno, fue a sumarse en el espejo al reproche de los antepasados. Caras y más caras, pensó Myriam: la rubicunda de la vendedora, que ya olía la venta, la de su madrastra, la de su jefe, siempre exigiendo más, la de los compañeros de esa oficina a la que no pensaba regresar, caras que flotaban como globos.

Allí, en esa oficina, había conocido al hombre que la acompañaba.

-Fernando, había dicho, estirando una mano y mirándola como a un pollo a la brasa, y había eludido su apellido, como si aquello fuera ya un salvoconducto. Luego había soltado, casi en secreto, con los labios demasiado cerca de la oreja de Myriam:

-Llámame "Fer".

Había sido unas semanas atrás. En una de sus tantas huidas hacia adelante, Myriam había pedido sus vacaciones apuntándose al viaje para ver si, poniendo miles de kilómetros entre sus problemas y ella, lograba alguna claridad. Pero las cosas no estaban saliendo como fantaseaba, no se trataba de mezclar en un cubilete los dados de la vida y volver a tirar.

Su trabajo, pensó, mientras agradecía el camafeo. Su trabajo. Había estudiado Bellas Artes y ascendido como quien escala al Himalaya por la pared más difícil, camino de mujer, sembrado de zancadillas y minusvaloraciones, de moscones y envidias. Pero ahora, que había clavado la pica en la cumbre, reconocía que no le gustaba. Un puesto súper top en una empresa súper top, mega bien considerada, y cada mañana le costaba un súper esfuerzo levantarse para llegar hasta allí. Había caído en la trampa: si las empresas no son tuyas, te exprimen y, antes de quedarse sin jugo, se sorprendía soñando con que se convertía, por ejemplo, en anacoreta. Entonces fue cuando apareció Fer, uno de los tantos clientes ricos por cuya cuenta había puñaladas. Lo miró con cierta ternura. Él, con la Visa oro en la mano, le sonrió también:

-¿Quieres algo más?

Sí, claro, pensó, ahora quería regalarle algo caro, muy propio de los hombres cuando te engañan. ¿Cómo, si no, iba a hacerse perdonar las últimas semanas, en las que, con el pretexto del trabajo, le había dedicado las más deprimentes pruebas de infidelidad? El bendito Fer era promiscuo, lo había descubierto en la mirada que le lanzó a la azafata. Myriam, acortando la cadena, le sonrió también, y se preguntó si le traería buena suerte aceptar un amuleto de un amante al que se está a punto de abandonar.

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