La siniestra carta del ahorcado marcaba transición y reajuste, cambio de situación. La rueda de la fortuna, en posición normal, ganancias o pérdidas insólitas, una serie de arcanos menores auguraban suerte, oro y amor.

-Todos sus deseos se van a cumplir, había dicho la quiromántica. Pero tenga cuidado, se vierten más lágrimas por los deseos cumplidos que por los que no se cumplen, hay que ser prudente con lo que se lanza a la cara de la fortuna.

Mientras paseaba por la plaza, Myriam se dijo que estaría bien empezar a creer un poco en esas cosas, al fin y al cabo, ¿qué mal pueden hacer? Sólo eran esperanzas, plegarias lanzadas al aire, buenas intenciones, algo que ahora, con tantos interrogantes abiertos, le hacía falta como el agua de mayo. La fortuna, volvió a pensar, y, como si la sola palabra fuese un conjuro, el amuleto golpeó la hebilla de su cinturón con un tintineo alegre y fue a posarse entre sus manos, como un pájaro cautivo. Concentrándose un poco, lo tocó, le sacó lustre, lo frotó, como si fuese la lámpara de Aladino. Las semillitas rojas parecían, en el medio día espléndido, gotas de rubí. Lo apretó entre dos dedos, lo pulsó como si fuese un corazón y suplicó:

-Que se cumplan todos mis deseos. Miró hacia el verde, donde los niños corrían bajando la barranca y daban gritos de gozo. Vio sus cabriolas, el mimo con el que sus madres los recibían. Y, sorprendida, lanzó al aire algo que ni ella sabía que llevaba dentro:

-Quiero tener un hijo.

¿Un hijo? ¿Estaba descerebrada? ¿Irremediablemente tonta? Si acababa de dejar a un hombre y no tenía ni sombra de pareja a la vista. Si ni siquiera estaba segura de su trabajo, si su vida familiar se había convertido en un auténtico caos. Si…

-Son las hormonas, frenó. Empiezo a enloquecer.

Myriam acababa de rebasar la barrera de los treinta y esta metamorfosis ya la había visto en algunas amigas: mujeres liberadas o esposas modelo, cenicientas o ejecutivas, con o sin pareja: todas sentían ese grito de guerra que no siempre se atrevían a verbalizar: ¡quiero un hijo ya!

Se estaba acercando al Museo de Bellas Artes. No estaría mal pasar la mañana entre cuadros, todavía en este país se podría ver las pinturas y no, como en otros lugares de mundo, las espaldas de los turistas. La colección no era como las que acostumbraba visitar, auténticos parques temáticos maravillosamente presentados, sino que más bien estaba formada por restos de naufragios, un espléndido Monet acá, un Van Gogh allá, un Sisley casi evanescente, joyas que algún rico había donado o vendido, una muestra interesante de pintura colonial con mucho encanto, pintores que desconocía y que la atrajeron con su vigor. El conjunto le resultó entrañable. Más que una pinacoteca, aquello parecía el dibujo de un país que, a pesar de todo, hacía grandes esfuerzos para sobrevivir.

Se acercaba la hora de la siesta y, en las salas vacías, ni siquiera había cuidadores, sería hasta sencillo llevarse esa preciosa estatuita de Rodin. Cansada, pero llena de vigor, bajó al bar. En una mesa, cercana a la suya, había una muchachita rubia que le sonrió. Tenía aspecto de refugiada del Este de Europa, pero Myriam se dijo que también podía ser simplemente una chica esperando a su madre. Por sobre el enorme helado que estaba comiendo pudo ver los ojos muy claros y, al cruzarse con ellos, Myriam tuvo un ligero estremecimiento, sintió que esa niña se parecía mucho a ella a esa edad, la expresión perdida de a ratos, la piel tan clara que había visto tantas veces frente al espejo. Ajenos al cruce de miradas, los turistas pedían filetones, nadie hablaba en castellano. Tomó un taxi y se acercó a Palermo, a los lagos, le habían dicho que allí podía conseguir una bicicleta, le apetecía un poco de ejercicio. Fer y su rubia, el hotel lujoso, los zapatos con tacones, incluso el tarot y la muchachita del helado habían quedado en la prehistoria. Estas vacaciones sólo para uno estaban resultando un éxito, un placer, pensó, mientras en el parque se topaba, con asombro, con una preciosa escultura de Henry Moore.

Los taxistas porteños son de una especie curiosa, la mayoría arranca con aquello de "yo, si fuera el ministro de Economía…" son auténticos eruditos, muchos vienen de otros trabajos, de otros mundos, cuando las cosas, ya sabe, señorita (y le miran las piernas), cuando las cosas no eran así. Coches destartalados que conducen a trompicones saltándose las reglas, imagen o síntesis de un lugar en el que las leyes están para ser transgredidas. Pensó en España, cada vez más en orden, luego en el discurso cavernícola de los taxistas madrileños, y se dijo que no sabía qué era mejor y que si este tío seguía conduciendo así se iban a matar…

Consiguió una bicicleta eligiendo entre las muchas en mal estado. Estaba por pagar cuando, de pronto, a su lado, apareció la muchachita del bar de Bellas Artes. Al principio no la reconoció, pero vista de cerca, no había duda. Las mismas guedejas rubias cayéndole sobre la cara, la misma sonrisa afable. Myriam, al verla, se sobresaltó un poco. ¿La había seguido?

-Soy una paranoica, no es más que casualidad. ¿Por qué no va a querer, como yo, dar un paseo? Además, no testamos tan lejos de Bellas Artes. Y, avergonzada, le sonrió abiertamente.

La niña, como si la conociera de toda la vida, le sonrió también. De cerca le pareció más pequeña, de unos nueve o diez años quizá, también bastante más guapa, de mayor sería una auténtica belleza. Tenía ojos muy brillantes, y el vestido blanco le caía con elegancia sobre su delgada figura. Polaca o lituana, tal vez, en este país había tantas sangres mezcladas que cualquiera descubre un origen.

Myriam montó en su bicicleta y, al partir, la saludó con la mano, un poco agradecida porque el reencuentro con esa cara, lejanamente familiar, le parecía, en esta solitaria tarde de verano, un buen augurio. Vio cómo la niña se quedaba atrás, cómo agitaba también su manita, como, por fin, empequeñecía, se borraba a lo lejos. Un rato más tarde la había olvidado y, mientras pedaleaba entre los árboles, pensó que tenía que regresar temprano, antes de que cerraran los locutorios, para llamar a Madrid.

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