NO se precisan demasiados conocimientos para advertir que estamos viviendo una de las coyunturas económicas más difíciles que cuantas hemos conocido. La globalidad de la crisis, un factor desconcertantemente nuevo, su profundidad y la desesperante falta de perspectivas desafían los fundamentos económicos clásicos e interrogan sobre la capacidad real de los expertos para estructurar soluciones eficaces en tiempos tan oscuros.

He leído con el mayor interés un análisis publicado en estas mismas páginas ("Recetario para tiempos revueltos"), en el que cuatro prestigiosos economistas -Carbó, Ferraro, Aurioles y Congregado- ofrecían sus reflexiones sobre el problema. Debo confesar que, a la vista de lo allí opinado, mi pesimismo aumentó. La conclusión más lúcida -y la que creo refleja mejor lo que hoy está ocurriendo- la aportó Francisco Ferraro: "Lo único que se puede hacer es rescatar el sistema financiero y tontear para contentar a los electores". Ésa, justamente ésa, es la idea que hasta la fecha parece presidir la acción de la mayoría de los gobiernos, incapaces, esperemos que aún, de diseñar una estrategia que vaya más allá de acudir a los incendios nuestros de cada día.

El aumento vertiginoso del paro, la caída libre del consumo, el riesgo de sumar el fenómeno de la deflación (bajada no de la tasa de inflación, sino de los propios precios, por parálisis de la demanda), la pérdida generalizada de confianza que ahoga el acceso al crédito, la inutilidad denunciada de la disminución de los tipos de interés (lo que paradójicamente, al resultar más ventajoso el dinero líquido que el invertido, podría retrasar la reactivación), el fuerte endeudamiento de los Estados y el peligro cierto de estallidos sociales, configuran un escenario maldito, un laberinto aparentemente sin salida.

Naturalmente existen medidas lógicas que pronto habrá que adoptar: hará falta un gigantesco esfuerzo de austeridad, especialmente urgente en la España de las Administraciones hipertrofiadas; tendremos también que redefinir, buscando sus destinatarios razonables, las políticas sociales; deberemos intervenir prioritariamente en las zonas sanas del tejido productivo; necesitaremos, a la postre, reestructurar nuestro mercado laboral, orientándolo al objetivo de la competitividad. Pero no se engañen, ninguno de estos instrumentos garantiza el éxito del intento.

Llegan días negros, de incertidumbre y alerta máxima, en los que sólo el talento, la franqueza, el sacrificio y el consenso -y no, claro, la demagogia y la política de tercera- pudieran concedernos alguna posibilidad. Demasiado pedir, me temo, para una clase dirigente tan hábil y maniobrera en la bonanza como frívola y miope cuando las cosas se tuercen y cada cual ha de acreditar sus méritos, liderazgos y excelencias.

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