Si el minuto y medio que se tarda en leer esta columna se tomara para pensarlo un momentillo, se vería claro, incluso más ahora, en este tiempo de propósitos y objetivos. Hacemos las cosas bien y, también, mal. Todos. Es evidente que hay categorías, unos más que otros, pero no se salva nadie. Todos acertamos y todos, con frecuencia, erramos.

Desde que somos pequeños y comenzamos a hablar, el lenguaje nos proporciona coartadas interesantes que empiezan a mostrar la diferencia de percepción entre nuestras cosas buenas y las no tanto. La zancadilla furtiva, la patada corta, el empujón con el hombro, por poner ejemplos de juegos en el patio o en la calle de entonces, los hicimos "sin querer", pero solo si nos pillaban. Si no lo veía nadie, ni siquiera merecía excusa. En cambio, si nos las hacían a nosotros, impidiendo el desarrollo de nuestra exitosa habilidad, de la que poder charlar en cualquier momento con quien fuera, eso era "adrede".

Ya más mayorcetes, nunca suspendíamos un examen: " Me han suspendido", pero, amigo, cada vez que el cuento fuera al contrario, con una rapidez de vértigo, "he aprobado". Ni que decir tiene que si la cosa apuntaba más alto jamás de los jamases nos "ponían" un sobresaliente: por supuesto, lo sacábamos nosotros.

Ahora, de responsables y maduros adultos, el tema no tiene esa dimensión tan básica, pero, en el fondo, seguimos más o menos igual. Nos levantamos, tomamos el café de la mañana y al tajo, cada cual al suyo, para pasarlo lo mejor posible, no en cuestión de divertimento, sino literalmente de paso del tiempo: mejor cuanto antes, mejor cuanto menos dure, cuanto menos pesado se haga. Y con la pareja, y con los niños, y con los amigos, y con la madre que parió al cordero, tres cuartas partes de lo mismo. Lo que está bien lo amplificamos y lo que no, enterrado bajo un buen quintal de silencio. Es la nueva forma de la disculpa infantil, del "lo hice sin querer", del "me han suspendido".

Mi padre intentó enseñarme mucho. Decía de los malos un par de frases. Una, que la cantidad de los malos no hace a los menos malos buenos. Interesante. Y, otra, que, por fortuna, los malos normalmente eran tontos, porque si fueran listos, iríamos "aviaos". Con todo lo que ha pasado este mes de agosto, me ha venido a la cabeza, ahora de regreso, la importancia de ubicarse entre los buenos y, sobre todo, orientar nuestra conducta hacia ese punto: serlo. Eso implica necesariamente dejarse de milongas y justificaciones, que de eso tenemos un montón en términos personales y colectivos y así nos luce el pelo como individuos y como sociedad. Se trata entonces de actuar a propósito. Es preferible que desde lo bueno. Eso permite reivindicar el acierto como propio, corregir el error desde el reconocimiento y protegerse de los malos con toda razón. Todo adrede. Sin excusas ni complejos.

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