Los nacionalismos, los populismos, las ultraderechas, las ultraizquierdas han tomado el paisaje. El movimiento delata una inquietante inercia global por vía expeditiva de sublimación de las identidades colectivas que se desarrolla en la era globalizada en paralelo a una dinámica de paulatinas cesiones de las autonomías individuales. Una oscura cláusula emocional unifica a los que votan a Trump, el Brexit, las ultraderechas alemana y francesa o Podemos. Los golpistas catalanes también están en este acorde. Más allá de correspondencias históricas, a veces enojosas y casi siempre didácticas, estamos en un momento regresivo que tiene que ver con los efectos de la crisis económica en el Estado de bienestar (paro, desmejora de la calidad de vida, depauperación de servicios esenciales) y la inquietud ciudadana por cuestiones como las integraciones supraestatales, la corrupción de los responsables públicos, la servidumbre de la política ante la economía, la inmigración. La falta de respuestas eficaces activa un sistema de codificación conservadora en el que el miedo, la nostalgia, el hastío y el instinto defensivo operan como resortes inminentes de autoprotección.

Las retóricas liberadoras, los relatos míticos, las promesas de emancipación encuentran un terreno abonado para su florecimiento. En muy diversas latitudes hallamos la misma tendencia de silenciamiento de los paradigmas racionales en beneficio del componente emocional, en muchos casos vinculado, extirpada la coordenada crítica, arrollada la tentación del escepticismo por la palpitante necesidad de creer en algo, a la adhesión a proyectos políticos (o a los líderes que los representan) turbios o directamente impresentables, de fachada redentora, discurso mesiánico y encanto sentimental, sostenidos en su capacidad para disolver su mecánica de urgencias en un básico pero efectivo método de seducciones que absorbe tanto los enfados como los extravíos del ciudadano. En el Renacimiento el hombre supo su autonomía, en la Ilustración la razón fue invocada como elemento de autodeterminación. Ahora vivimos otro tiempo de supersticiones y de cesión de espacios y competencias, fomentada por la revolución tecnológica. El desprestigio de lo privado y la postergación de lo individual frente al renovado entusiasmo por las identidades colectivas forman parte de esta fiebre que revela la tribulación del hombre en su siglo, su incertidumbre ante la falta de soluciones y las sombras del futuro, el hombre que ha hecho de la tecnología su nueva religión y de la pantalla su altar, como en un medievalismo 2.0 que constata la falta de originalidad de los calambres de la Historia.

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