Cultura

Menos mal que nos queda Portugal

De segunda cita, la fecha cordobesa pasó a debut tras la suspensión en Zaragoza del estreno de Dulce Estrella. Tan alto honor a punto estuvo de resultar fallido por culpa de una endemoniada tormenta vespertina cuyas consecuencias se sufrieron y padecieron hasta bien pasada la media noche. El único lleno hasta la bandera del festival suscitó el interés de unas 3.500 personas que a la hora en que debía comenzar formaban aún una variopinta e impaciente cola que llegaba hasta la puerta del parque de bomberos. Dentro también sobraban los nervios. Secadores de mano llegados in extremis trataban de acabar con las humedades del escenario mientras el equipo era puesto a punto en el tiempo de descuento, en un ejercicio de irritación que el público no se fue sin abuchear, aunque a todos nos quedara un último sabor de boca dulce por encima de lo estrellado.

Impolutos hombres de blanco colmaron de instrumentación a las dos cantantes, que no pararon de reverenciarse mutuamente. Por momentos entremezclados, a ratos cada uno acompañando a su voz de referencia. Así, se entrelazaron guitarras españolas con portuguesas, el oboe y corno inglés con el piano, la percusión de ambos lados del Guadiana con palmas, quejíos y suspiros. Lucían atentos a la procedencia de cada voz pero no asignados obligatoriamente a ésta, evitando así compartimentos estancos. Esa al menos era la primera declaración de intenciones: un solo concierto. Nada de terrenos acotados. Excepto en un momento central en el que Estrella y Dulce cantan cada una por su lado como si estuvieran solas, el resto del recital ofreció a toda costa esa imagen de entrelazamiento cultural, de mutuo préstamo de arte, de exotismo enraizado en cabellos ajenos, de magia en común., a costa de piezas populares de ambas patrias o incluso de más allá del Atlántico.

Si bien la idea es digna de elogio, original, bella en su formulación y apasionante en cuanto a planteamiento, las capacidades y actitudes de las protagonistas resultaron bien lejanas una de la otra, lo cual trazó una seria descompensación que no pasa desapercibida al que escucha y mira. Mientras Estrella se mostraba rígida y presa de la estética, Pontes se adueñaba del escenario con un desenvolvimiento acorde a su veteranía, espontáneo y desinhibido. Mientras la voz de Morente no alcanzaba por momentos los mínimos previsibles, y sus esfuerzos se centraban en dotarla de pasión y sentimiento, Ponte deslumbraba con sus registros, tanto sola como acompañada, en un despliegue vocal que hería por lo arriesgado y elocuente. Estrella se vestía de princesa flamenca, Dulce se echaba un trapo a la cabeza y parecía doña Urraca, y el equilibrio se rompía hacia la portuguesa, que flotaba por el escenario con los pies desnudos, volátil como alma sin dueño a la que antes le hubieran sacado los ojos que suspender el concierto.

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