Cultura

Aunque la casquería se vista de seda

Terror, EEUU, 2009, 109 min. Director: Dennis Iliadis. Intérpretes: Sara Paxton, Garret Dillahunt, Monica Potter. Guadalquivir, El Tablero, Artesiete-Lucena.

La película que en 1972 abrió las carreras del director Wes Craven y el productor Sean Cunningham (posteriores creadores de las sagas de Elm Street o Scream y de Viernes 13) tenía, por lo menos, el mérito de su descaro barato en un momento de gran confusión en el que aún se podía pensar que la representación de la violencia extrema era una forma de trasgresión y hasta de denuncia de un orden establecido que, tras su fachada de respetabilidad institucional, ocultaba las cloacas de Vietnam o del Watergate. Los Estados Unidos culminaban entonces su primera década de gran desmoralización, tras los asesinatos de J. F. Kennedy, Bob Kennedy y Martin Luther King y la sangría de Vietnam. Pero ya entonces, pese a la confusión de aquellos tiempos, había señales de que estos juegos eran peligrosos. Porque tres años antes del estreno de La última casa a la izquierda, el 8 de agosto de 1969, se había producido la sádica matanza perpetrada por la banda de Charles Manson. Excede los límites de una crítica plantear la cuestión de si el cine refleja y analiza la realidad o contribuye a crearla; o si la representación de la violencia extrema actúa catárticamente sobre el espectador o si le excita abriéndole apetitos voyeuristas cada vez más perversos.

Treinta y siete años después La última casa a la izquierda es útil como síntoma, importante en la historia del terror ínfimo por voluntariamente encerrado en los límites de la casquería e irrelevante como cine. Lo que no quiere decir que no tenga una pléyade de admiradores que le rinden culto friqui o que carezca de exégetas que le den culto académico. Por eso, además de por el actual agotamiento de ideas que resucita viejos títulos y alarga las sagas a base de precuelas y secuelas, sus creadores han encargado una nueva versión al director griego Dennis Iliadis en su debut americano, tras darse a conocer con el thriller guarrón Hardcore. Empieza con dos brutales asesinatos muy Manson -especialmente por la niñata que se divierte viendo como cae la sangre del policía sobre la foto de sus hijas- y termina con un tipo metiéndole a otro la cabeza en un microondas hasta que le estalla la cabeza y le vuelan los sesos por los aires. Lo que hay entre uno y otro crimen es más crímenes y todavía más sangre: primero una pandilla gobernada por un sádico violando, torturando y asesinando a dos chicas; después el padre de una de ellas vengándose.

Todo, como su original, gira en torno a algo cuya reiteración en la pantalla debería preocupar por su reiteración fuera de ella: el dominio absoluto del secuestrador sobre la inocente secuestrada y su disfrute sádico con la humillación y el sufrimiento de su víctima. Esté mejor o peor filmado y firmado por los respetados Haneke o Gaspar Noé o por casi debutantes en el cine comercial como este Iliadis, en estas películas se despliega un regusto sádico que, en mi opinión, degrada a quien lo hace y envilece a quien lo ve. Porque la violencia no se representa para denunciar su uso en situaciones de opresión, ni para provocar una catarsis dramática que tenga que ver con impulsos de la naturaleza humana, sino como un fin en sí misma, desligada de toda emoción, como la manifestación extrema de caracteres patológicos o las actuaciones mecánicas de quienes carecen por completo de empatía. Si con algo guarda relación este tipo de representaciones es con la gratuita y desapasionada violencia que los nazis ejercían sobre sus víctimas. La banalidad del mal, ya saben, sobre la que escribió Hannah Arendt. Por qué se hagan y por qué haya quienes vayan a verlas es una cuestión que me llena de un desasosiego que se convierte en asco cuando leo a quienes las justifican. La limpieza de la excelente fotografía, el realismo del detalle y la eficacia de la realización no la hacen sino más repugnante: aunque la casquería neonazi se vista de seda, casquería neonazi se queda.

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