Literatura

De la belleza nocturna

  • A un año del centenario de su muerte, la editorial madrileña Veintisieteletras publica una recopilación de artículos del gran bohemio sevillano Alejandro Sawa

No hace mucho, el editor y crítico Ignacio Garmendia me recordaba los versos que Manuel Machado dedicó a Alejandro Sawa en su célebre epitafio; versos poderosos, epitafio conmovedor, estampa breve y resumen fulminante, adolorido, de una época y un mundo hecho a la libertad y crecido bajo la luz amarga, nocturna, salvadora, de la vieja metrópoli. "Jamás -dice Machado- hombre más nacido/ para el placer fue al dolor/ más derecho". Versos cuya profundidad, cuya desolación, bien pudieran aplicársele al propio Machado, pues ambos, Machado y Sawa, apuraron hasta la hez el esplendor de la noche capitalina, sin otra victoria que el laurel equívoco y mendaz de la madrugada a solas, como bien nos recuerda Cansinos-Assens en La novela de un literato. Pues bien, de todo ese inframundo leve y ambarino, de esta anomalía fructífera, se nos da noticia en estas Crónicas de la bohemia, que vienen acompañadas por un escrupuloso estudio de Iris M. Zavala y una introducción, vindicativa y acertada, de Emilio Chavarría.

A Sawa, sevillano trasterrado en Málaga, en París, y por último en el Madrid de entresiglos, quizá se le conoce más por su papel de poeta ejemplar y vate alucinado en Luces de Bohemia. En efecto, Sawa inspiró la figura visionaria y atroz de Max Estrella, cuando pasea su cabeza clásica, su homérica ceguera, por entre el coro modernista ("estupro criadas", confiesa, cínico, un badulaque del improvisado coro) y algún ministro piadoso de la Regencia. Sin embargo, el acierto de Valle-Inclán no fue sólo éste de transfigurar a Sawa en un poeta del sur, digno y verboso. Su hallazgo crucial, y ya llegamos a la importancia de Alejandro Sawa, fue el de escenificar, el de representar, en magno despliegue, el mísero esplendor de la bohemia. Esplendor que no viene, únicamente, como en Baudelaire, Mallarmé, Odilón Redon o Gustave Moreau, de la búsqueda de una belleza otra, exenta y enigmática ("Any where out of the world", escribieron, por este orden, Hood, Poe y Baudelaire). Muy al contrario, la bohemia de Sawa es hija de las ciudades, de la multitud, de los conflictos sociales y un viejo orden político que el bohemio trata de dirimir, de eliminar, en el fuego cruzado de los periódicos. Estas Crónicas de la bohemia aquí recopiladas, son el ejemplo de aquel compromiso con los nuevos movimientos que entonces emergían: el anarquismo, el socialismo, etcétera, y cuya novedad no es otra que la de dar cabida a la masa, al caudal informe de los poco agraciados por la Fortuna. Y para esto, el bohemio contaba con dos armas tan insólitas como incruentas: la belleza subversiva y el periodismo.

Por Walter Benjamin sabemos de la íntima relación, mediado el XIX, que existió entre periodismo y masa, entre bohemia, ciudad e industrialismo. Todos estos fenómenos fueron el friso movedizo por el que la modernidad se asomaba a otra hora, y donde la bohemia ejerció de ínfima bisagra, de ejército paupérrimo, con el que conquistar la pureza, la justicia, la plenitud sagrada de los cuerpos. El modernismo trajo de nuevo al mundo en triunfo floral y en éxtasis pagano. Pero más allá, más abajo, en los desmontes y buhardillas de la metrópoli, el bohemio fue el suicida ético, el mártir estético, dueño de una belleza ecumenal y amarga, que traía a la ciudad, a la conquista nocturna de sus luces, el canto de un hombre nuevo, miserable y puro. De ahí, por un lado, los artículos de Sawa dedicados a Voltaire, a Victor Hugo, a Zola, a la Revolución Francesa, a la miseria de Madrid; de ahí el conmovedor artículo en el que retrata la muerte de Verlaine, cuando él y Catulle Mendès besan el cuerpo yerto, la mano amiga, la frente cálida aún, pero abrumada ya por un frío de otro mundo. En esos cuantos conjurados (Sawa, Mendès, Mallarmé...), silenciosos ante el cadáver del genio, se resume y se salva una civilización, que ya se preparaba para las vastas conflagraciones del nuevo siglo. Valèry lo diría algo más tarde: "Ahora sabemos que las civilizaciones pueden morir". Así pues, he aquí al extraordinario Sawa, derecho hacia el dolor, como antes lo fue hacia la belleza.

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