Crítica

El abuelo cebolleta

Había expectación. Los incondicionales del género musical más influyente de la historia atestaban las primeras filas con ganas de mover las caderas con uno de sus pocos precursores vivos. Pero… por encima de ello había curiosidad por saber qué sería capaz de hacer con ochenta años el que fuera pionero del rock and roll. Muchos chistes se hacen sobre la supuesta llegada de algunos al escenario en congelador o el regreso al asilo tras la tocata. Pero esta vez la realidad superó por momentos a la ficción. Aunque siempre con buen humor.

Chuck apareció sobre el escenario con sus mejores galas, brillante en pose e indumentaria, con sus mejores pretensiones, pleno de vacile, como sus grandes composiciones. Pero nada más empezar a sonar el primer tema descubrimos que había olvidado el afinador en casa. ¡Vaya por Dios! Bueno, creo que algo más que el afinador.

Chuck Berry acabó convirtiendo su actuación en un sainete que rondó en algunos momentos el esperpento. Pero… ¿Alguien creía que iba a ver virtuosismo? ¿O el fiel reflejo de un pasado ya tan lejano? A juzgar por la actitud del público, que se lo tomó todo de la mejor manera, creo que no. El abuelo flipó e hizo flipar, y a partir de ahí todos sus pecados fueron perdonados, incluido el de dejarse también la lucidez en la mesita de noche.

No faltaron detalles para poder hacer ahora chistes, pero los haré sin maldad. Lo prometo. Porque el personaje es tan entrañable como imposible de criticar sin sentir cierto remordimiento.

Ya quisiéramos a su edad y con los tiros que lleva pegados aguantar el tipo como lo hizo. ¿Lo estoy justificando? No sé, puede que me esté convirtiendo en un blando. El caso es que lo mismo se le rompía una cuerda y ni se percataba, que cortaba las canciones a mitad y salía por peteneras, cambiaba los tiempos de forma estrambótica, cantaba un corrido en un spanglish abominable, desafinaba como un condenado o despistaba a la banda con salidas impredecibles tras las que tenían que ir a buscarlo a los cerros de Úbeda.

Claro que tocó sus clásicos (Roll over Beethoven, Johnny B. Goode, Let it rock…) , claro que hizo rock and roll; y blues y R&B, y boggie, claro que hizo el Duck walk (Paso del pato)… pero… ¿Cómo lo hizo? Como le vino en gana. Y eso es lo que hay.

El público se las sabía todas, lo que ayudó tremendamente a simpatizar con las ocurrencias de Chuck, fueran las que fueran. Parecía un musical más que un concierto. Su hija flipando con la armónica (dijo que era su hermana) pero sin abandonar un abultado bolso; su hijo guitarreando y gamberreando a la vez, el pianista de riguroso traje negro y el bajista viéndolas pasar. Como en casa.

Así las cosas, sonrisa ya en boca, y de vez en cuando mano en los oídos, a mitad del concierto el escenario comenzó a llenarse de chicas. ¿Espontáneas? No. Formaban parte del show. Subían con la complacencia del manager. Subían y subían, bailaban y bailaban (algunas más hippies que Janis Joplin), mientras Berry alentaba a otras muchas a subir y empujaba a las atrevidas hacia el centro del escenario. "¡C´mon girls!", y yo recordando que en los 90 le acusaron de voyeurismo en los cuartos de baño de chicas de su restaurante. ¡Uf!

Ahí estaba Berry recorriendo el escenario en su salsa, por entre féminas y más féminas, como marajá de un harén, con el rostro ya cansado, pero aguantando la pedrá. Abajo un mar de móviles grababa la orgía para una posteridad que me temo ya no necesita, pero que alimenta con ternura la leyenda de este genial abuelo cebolleta.

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