De libros

Roma, una biografía

Roma, una biografía

Roma, una biografía

Casi todos los comienzos de las historias de Roma se parecen, Rómulo y Remo son obligatorios, y sus finales, casi también. El visigodo Alarico entra a saco en la ciudad de los césares, y pone fin en el siglo IV a un período de decadencia que da inicio al medievo en todo el continente europeo. Cae el telón. Auge y caída de Roma, un clásico. Pero su historia sigue, Roma no es Atenas, ni es Esparta, ni siquiera Estambul, la Ciudad Eterna siguió palpitando en mitad de la miseria, del saqueo recurrente, porque los césares se extinguieron, pero le siguieron los papas y, cuando a estos les surgió un Lutero, alumbraron la Contrarreforma y el barroco. Christopher Hibbert (1924-2008) fue uno de los historiadores británicos más populares, un amplio divulgador a través de la crónica histórica y las biografías, dos géneros que funde en esta Roma. Historia y guía, que se publica bajo el sello editorial de Almed. Las biografías de las ciudades se han hecho populares en los dos últimos decenios a través de versiones noveladas, con sus personajes de ficción, sus sagas y unas tramas casi siempre inmensamente agotadoras. Como si el escritor hallase un hilo, por ejemplo, que emparentase al primer galo que espantaron las ocas del monte Capitolino con la amante de Mussolini y a ésta con el jefe actual de la Guardia Suiza del Vaticano.

Ésta de Hibbert, sin embargo, es una obra histórica, que abarca 3.000 años, pero que discurre con la maestría de un experto divulgador. Y si se subtitula como guía es porque los edificios, las iglesias, las esculturas, puentes, murallas y acueductos de la Ciudad Eterna se convierten en hitos geográficos e históricos de un texto que abarca desde esos míticos orígenes de la loba hasta mediados del siglo XX. A modo de pie de página, el libro se va parando en cada uno de esos edificios que forman parte también de nuestra historia, referentes de todo el mundo occidental, como San Pedro, el Coliseo o la Fontana de Trevi.

A diferencia de otras historias de la ciudad, ésta no acaba en Alarico: Roma lo es hasta hoy

Roma es una ciudad excesiva, la historia de Europa se ha ido acumulando en forma de estratos en esta ciudad fundada por el único pueblo indoeuropeo que no entró avasallando en el territorio. A diferencia de las oleadas que iniciaron los aqueos en la península balcánica, los romanos convivieron un tanto acomplejados bajo la sombra de los etruscos hasta que desde las colinas de los alrededores del Tíber fueron conquistando pueblos y territorios cercanos hasta acabar con esa civilización primigenia e inconfundiblemente mediterránea. A partir de la invasión de los galos en el 387 a.C., Roma despertó como un pueblo guerrero, expansivo y batallador, aunque culto y especialmente dotado para las cuestiones políticas. La república y el imperio posterior la convirtió en la capital del mundo occidental, una consideración que no perdió del todo, a pesar de los alaricos porque a diferencia de lo que ocurrió con otras ciudades, la Roma de nuestros antiguos romanos pasó el relevo al papado, jerarquía y sede del catolicismo y heredero en muchos aspectos filosóficos de ese imperio que se extendió desde Hispania hasta Siria.

Roma es excesiva, pero también ha sido superviviente. Lo fue a su propio imperio que, por inabarcable, quedó dividido en Oriente y Occidente, y lo fue también a esos saqueos que inauguraron los galos, y prosiguieron visigodos, lombardos y el ejército imperial de nuestro Carlos I, si bien es verdad que los soldados alemanes compitieron en crueldad con los españoles en ese saco de Roma que obligó al Papa, como en tantas otras ocasiones, a refugiarse en el Castillo de Sant'Angelo. Roma es, básicamente, un río, el Tíber, con una isla histórica, rodeada por siete colinas, a cuyos pies se fue formando la ciudad en torno al Foro y sus dos grandes vías.

Después de las invasiones bárbaras, tras la desaparición de su último emperador -Rómulo Augusto- y de la segregación de Bizancio, Roma sufrió como pocas la entrada en el medievo, sus acueductos se cayeron, dejaron de llevar agua a la ciudad, diezmó su población y los grandes edificios del Imperio sólo servían como alojamientos reconvertidos y, en especial, de canteras para otras construcciones. Fue un papa, el primero de los Gregorios, el Magno, quien comenzó, al menos, a soñar con el renacimiento de esta ciudad, sin que el término fuese empleado por entonces. Como ciudad santa, el papado siempre pudo recurrir al dinero que dejaban miles de peregrinos y a decretar jubileos y repartir indulgencias por visitar la ciudad y sus cuatro grandes basílicas: la de San Pedro, San Pablo, Letrán y Santa María la Mayor. Después de los acuerdos de Letrán, en 1927, los tres templos situados fuera de la ciudad del Vaticano pasaron a considerarse sedes consulares del Estado papal.

La Roma que va desde el final del Imperio hasta el siglo XX es obra del papado, fueron los jefes de la Iglesia católica quienes dieron brillo a la ciudad y quienes, también, la sometieron a sus caprichos, algunos de ellos francamente beneficiosos para el arte. Hibbert dedica un capítulo especial a Bernini y a quien fuese uno de sus protectores, el papa Barberini. Como reacción a la Contrarreforma, nacida precisamente de la reacción contra Roma y lo que representaba, el papado optó por animar sus obras religiosas; el barroco es la primera de las grandes culturas populares y Bernini, su director.

El libro finaliza con el período de quien aspiró a convertirse en un césar del siglo XX, Benito Mussolini, el último de sus dictadores, un personaje tan violento y ridículo como algunos, sólo algunos, de sus antecesores, césares y papas, los constructores de Roma.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios