Arte

Breves enclaves del individuo

  • Rosa Artero y Marcelo Fuentes ofrecen en 'Flores', una exposición conjunta en la galería Félix Gómez, una serie de obras que encierran, en sus escuetas dimensiones, una gran intensidad

La pintura de flores tiene una larga trayectoria. Tanta que promueve una sospecha: ¿no será la potencia del significante, la flor, más fuerte que los variados significados que le da cada época? Porque en el siglo XV, en Flandes, flores radiantes de sensualidad dicen símbolizar la virginidad de María de Nazaret. Más tarde, también en el norte de Europa, en Holanda, Ambrosius Bosschaert el viejo pinta un célebre jarrón de flores ante una ventana. En él la sensualidad es evidente pero las flores no son familiares, domésticas, como eran en Memlig, sino raras especies del otro lado del mundo. ¿Es una gota de orgullo de una burguesía que honra a sus mercaderes aventureros o el deseo de fijar con precisión plantas hasta entonces desconocidas? No faltan sin embargo en esa misma sociedad, algo más tarde, quienes como Jan Davidsz se acercan a las flores uniendo a la sensualidad notas de caducidad. Así lo hace también en España Juan de Arellano.

En el libro/catálogo que recoge las obras de esta muestra, Andrés Trapiello (sus poemas se inscriben entre las reproducciones de los cuadros) recuerda a otro gran pintor de flores, Henri Fantin-Latour. En sus flores, la sensualidad corre pareja con la firmeza, mientras que en Manet el protagonista es la luz, pero uno y otro celebran con serena seguridad el interior, el espacio privado de la casa. En él, las flores son recuerdo (y nostalgia) de una naturaleza que la ciudad moderna alejó de sí.

La silenciosa sencillez de las flores firmadas por Artero y Fuentes se aleja de la tradición

Con este largo y quizá tedioso recorrido sólo quiero subrayar una diferencia: la que existe entre el variado y ambicioso pasado de este tipo de obras y la silenciosa sencillez de las flores firmadas por Rosa Artero (Murcia, 1961) y Marcelo Fuentes (Valencia, 1955). Cuadros breves de formato, dirigidos a la mirada cercana. Más que el plano vertical de la pared, desean el horizontal de la mesa, donde uno puede dar con ellas, como los cronopios de Cortázar tropezaban con los recuerdos que dejaban libres para que fueran y vinieran a sus anchas.

Hay una diferencia formal entre las piezas de Artero y Fuentes y las obras de la tradición. Aquí no hay largos tallos que eleven las flores para sembrar de color un espacio neutro, ni los pétalos ejercen de reverberos para mostrar luces que sin ellos pasarían desapercibidas. Las flores de Artero y Fuentes aparecen en el filo del jarrón, el vaso o el búcaro, y oponiéndose con mayor o menor intensidad a la solidez del recipiente, lo completan con afortunadas condensaciones de color que parecen celebrar su propia precariedad. Hoy, el interior ya no es aquel palco sobre el teatro del mundo, del que hablaba Benjamin pensando en la casa burguesa del XIX. Más bien lo componen pequeños enclaves, en el lugar de trabajo o la propia vivienda, donde el individuo puede pensar y sentir, estar reposadamente consigo mismo. A esos lugares apuntan estas flores.

Pero entre las obras de Artero y Fuentes hay también diferencias. Cabría decirlo en pocas palabras: mientras Fuentes subraya la presencia de jarras y flores (hasta el punto de que en muchas ocasiones afirman su consistencia sin recurrir a las reiteradas sombras), Artero prefiere mostrar el búcaro y la flor como obstáculos de la luz que al encontrarlos subraya sus heterogéneos perfiles.

Un dibujo al carbon de Fuentes (E 104) ilustra bien lo que quiero decir. El florero de cristal crece por sí mismo, imponiéndose al diedro que forman mesa y pared (cuyo vértice deforma), gracias a la fuerza de la mancha que dibuja su base y al firme trazo que marca su brocal. Desde tal seguridad las rosas miran casi con descaro afirmando la verdad de su existencia. Así ocurre en otras piezas de Fuentes: en las que modela literalmente la acuarela, las talladas por la luz o aquellas cuyos perfiles se desvanecen sin que por eso la figura, con ecos de Morandi, pierda entereza.

La Flor n. 21 de Rosa Artero funciona de otro modo. La breve vasija y las flores forman un todo y sus perfiles quedan a veces solo sugeridos, para que los complete la percepción inteligente. No disminuye por eso firmeza el objeto ni se debilita la verdad de su existencia porque posee una clara nota de realidad: su capacidad para oponerse a la luz, obstaculizarla y formar así con ella algo que hasta ese momento no existía. Esta fuerza la demuestra el objeto al plegar el plano de fondo: sin trazar ninguna arista el plano vertical se desliza a la horizontalidad donde reposan vasija y flores. Algo parecido ocurre en Flor n. 24, donde el búcaro y la flor son aún más humildes.

La exposición merece la visita y una visita reposada, sin prisas, porque las piezas encierran, en sus escuetas dimensiones, una intensidad nada despreciable.

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