Cultura

Años de expectativas

  • En el 'fin de siècle', París aún no era una fiesta pero sí un hervidero de inquietudes en torno al arte y la cultura en general; una muestra en el Guggenheim de Bilbao da cuenta de ellas

París aún no era una fiesta pero sí un hervidero de inquietudes. De algunas de ellas da cuenta esta muestra que señala sobre todo caminos que seguirán el arte y la cultura modernos.

Uno de ellos es la relación entre el arte y la ciencia. Durante el siglo XIX la ciencia se hace menos intuitiva y se distancia del arte. Los espacios matemáticos de la nueva geometría son difíciles de imaginar y la bacteriología cruza la frontera de la mirada. Pero un investigador, Chevreul, pone sobre la mesa cómo se forma la visión del color: de qué modo las superficies cromáticas surgen de informaciones puntuales en la retina, cómo en esas informaciones crecen los colores complementarios y por qué ciertos colores yuxtapuestos (violeta y amarillo, por ejemplo) ganan en mutua intensidad. Georges Seurat conoce esos descubrimientos y visita a un desconcertado Chevreul, sorprendido del interés que su trabajo despierta en el joven pintor. Así nace el llamado puntillismo o divisionismo. La muestra, además de dos excelentes dibujos de Seurat (cuerpos potentes construidos con pequeños trazos) da cuenta de su legado. Destacan Signac y Pissarro (en su etapa divisionista): del primero, las vistas del Mont Saint-Michel y las balizas de Saint-Briac; del segundo, La fábrica de ladrillos en Éragny. Pero justo es reconocerlo, ambos pintores buscan los efectos de luz y no el intento central de Seurat, establecer un lenguaje sólo con colores puros (por eso la luz, al surgir del color, baña por entero los cuadros de Seurat sin enfatizar un efecto u otro).

La ciudad es un gran foco: calles, fábricas, revistas literarias, teatros, cabarets...

Un segundo foco de atención es la ciudad. Nuevas calles, nuevos tiempos (los del trabajo industrial), nuevas obras públicas. Lo señalan las fábricas y puentes de Maximilien Luce, su atención a la apertura de la calle Réamur o a la convivencia de crepúsculos y alumbrado urbano.

Pero la ciudad es algo más. Es el cartel que anuncia teatros y cabarets, y también revistas literarias. El afiche tiene ya su historia pero ahora la técnica le da mayor tamaño que los pintores manejan bien porque saben cómo ocupar el plano con la figura sin recurrir a anécdotas. De ahí la brillante litografía de Toulouse-Lautrec, que anunció la gira de May Milton por Estados Unidos, o las que hacen él mismo o Pierre Bonnard para La Revue Blanche.

Este modo de ocupar el rectángulo del papel con figuras planas (aprendido en Gauguin y el grabado japonés) se advierte además en las ilustraciones de revistas y periódicos, y en carpetas editadas por los propios artistas. Así satisfacen el deseo de una sociedad ansiosa por verse a sí misma, sea en los juegos de niños, el encuentro galante, los interiores burgueses o el trabajo (como La pequeña lavandera de Pierre Bonnard con su enorme cesta de ropa). En la exposición brillan con luz propia los trabajos de Félix Vallotton, dibujos de líneas y masas (que se transfieren fácilmente al grabado en madera) con ritmos que evocan los de la ciudad: el afán de vender/agradar del dependiente del gran almacén, la laxitud erótica o el dramatismo (no exento de ironía) de un suicidio en el Sena.

La época se enfrenta además a un nuevo desafío: la posibilidad de convertir la figura en signo, en metáfora visual. Courbet subrayó la realidad de los cuerpos a expensas de su belleza. Corot idealizó la naturaleza restándole verosimilitud y el impresionismo llevó al lienzo las sensaciones en perjuicio de la solidez del objeto. Ahora la figura se convierte en enigma y muestra sobre todo su fuerza poética. Odilon Redon es buen índice del intento. La araña con rasgos humanos y ajena al género de los arácnidos, la figura desmaterializada, casi reducida a aparición en Ojos cerrados, o su magnífica Lectora cuya sensibilidad viene expresada por su cercanía al libro y sorprendentes matices de color, sin recurso a los rasgos anecdóticos con que otros autores revistieron la escena.

Esta fuerza de la imagen-signo y de la metáfora se muestra con mayor fuerza aún en una obra que parece a primera vista incoherente con las demás expuestas. Es una de las Ninfeas de Monet. Los partidarios de clasificar el arte mediante tendencias y movimientos, o de someterlo a períodos y épocas, no aprobarán la inclusión de esta obra. Tiene sentido, a mi juicio, por dos razones. La primera porque el pintor de Giverny antepone a la semejanza con lo real la fuerza poética del gesto. Las ninfeas de Monet no son réplicas sino metáforas: flores que nadie vio antes de que él las pintara. La segunda razón es que estos cuadros últimos de Monet son un anticipo de la fuerza de la pintura que más adelante mostrará la abstracción. Dije al principio que el fin de siglo es en Francia una época de fértiles inquietudes: también se rastrean en este caso.

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