literatura

Adamsberg o la oscuridad

  • La francesa Fred Vargas, una de las voces más potentes y singulares de la novela negra europea, recibe el Princesa de Asturias de las Letras

Retrato reciente de la escritora francesa Fred Vargas (París, 1957).

Retrato reciente de la escritora francesa Fred Vargas (París, 1957). / louise oligny

Hay dos hechos en la literatura de Fred Vargas que la acercan -sin identificarla- al prontuario romántico. Si, por un lado, el comisario Adamsberg es un carácter intuitivo que resuelve sus casos, no con la abrupta exactitud de Sherlock Holmes, sino a la manera difusa, errática y fenomenal del médium; por el otro, la materia que utiliza Vargas para sus novelas es aquella misma que amasará, hasta la exasperación y el tedio, el siglo XIX: la Historia. No obstante, ambas peculiaridades no sirven para tejer el retrato de un epígono voluntarioso, lastrado por la imitatio; y sí para acotar un inesperado campo del género negro. Dicho campo es aquel en que se cruzan la inteligencia dispersa de Adamsberg y los grandes hechos recogidos en los anales europeos. Es decir, dicho campo es, en buena medida, la comprensión o la revelación del pasado. Aun así, parece claro que la intención de Vargas no es ofrecer a sus lectores un ordenado estudio histórico y sí una brillante novela de fantasmas. Y es este carácter, vagamente fantasmal, el que nos devuelve a la imaginería romántica con la que Vargas construye, sutilmente, su obra.

Como digo, uno de los hallazgos más felices de Vargas es la conversión del héroe analítico (o del detective violento y resolutivo) en algo parecido a un esteta perezoso que aguarda la inspiración como un hecho externo e involuntario. Dicha invención no responde a un giro nostálgico de su autora, sino a una verdad obvia: la inteligencia humana no funciona como el vertiginoso ordenador de Holmes, y tampoco conforme al infalible psicologismo de Poirot. La inteligencia policial de Adamsberg funciona, como todas, por una difusa malla asociativa donde, al final, queda prendido el culpable. Sin duda, Vargas subraya esta virtud conectiva y la dramatiza como si Adamsberg fuera una criatura pálida y electrizante de Poe. Sin embargo, sus imaginaciones son menos arbitrarias de lo que el lector supone, y es el talento literario de Vargas el que nos presenta como especulativa, como fantástica, una realidad obvia. Esto mismo es aplicable a la arboladura histórica que sustenta sus obras. Lo que Vargas ha aprendido de la novela gótica del XVIII y de los gruesos dramas del XIX no es tanto la representación de los misterios, las pasiones, los crímenes y prodigios que escondía el pasado, como a escenificar el pasado como un misterio.

A su peculiar manera, los libros que escribe Vargas son brillantes novelas de fantasmasDe la tradición gótica parece haber aprendido a escenificar el pasado como un misterio

A ello debe añadirse otra precisión, acaso igual de importante: cuanto en la novela policial hay de conflicto, de pasado personal (porque, al cabo, la novela policial es una minuciosa dramatización del tiempo), Vargas lo ha traspuesto a pasado histórico. Quiere esto decir que los misterios de Vargas son, en buena medida, la ganzúa con que la historiadora -Vargas es historiadora de formación- pesca un trozo del ayer para ofrecerlo a sus lectores. En esto coincide con Marco Vichi, Camillieri y cuantos han querido escoger el género negro para datar otra hora del mundo. Si bien parece claro que es Vargas quien ha exhaustivizado este modo particular del noir, no aplicándolo sólo a una época, sino escalando a diferentes periodos históricos desde una anécdota accesoria o un suceso irrelevante. En otra ocasión, esto debería llevarnos a la literatura indiciaria, espléndidamente glosada por Carlo Ginzburg, y a su moderno linaje ilustrado. Sin embargo, el principal talento de Fred Vargas quizá sea éste de reproducir, a la inversa, los lugares comunes del Romanticismo, no tanto para mostrarnos el misterio esencial que habita el mundo, cuanto para habilitar una vía discretamente formativa.

En este sentido, la aparente arbitrariedad de Adamsberg no es sino un modo teatral de escenificar la claridad. De igual forma, las fantasmagorías y enigmas con que Vargas construye sus novelas son sólo la greca espectral de una maciza realidad histórica. Con lo cual, si este juego con la tradición puede tildarse de posmoderno, también es cierto que dicha posmodernidad es sólo epidérmica. En Vargas no hay relativismo, no hay una elegante y frágil equidistancia. En Vargas es toda la oscuridad del ayer -esa oscuridad que yace en las bibliotecas, en los museos, en la memoria escrita de los hombres- la que emerge hacia la luz. Y para esta labor salvífica Vargas ha escogido, no a un ser luminoso, sino a una criatura abisal, que marcha hacia lo oscuro. La excepcionalidad de Adamsberg no es otra que ésa: saberse parte de la oscuridad, un hijo de las sombras.

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