En cualquier lugar se habla de Cataluña estos días. Si sales a tomar un café a cualquier boulevard de Paris te preguntan por el proceso. Si vas a comprar el periódico al kiosco de la plaza roja de Moscú, te interrogan sobre la independencia. Si haces footing por Central Park y te reconocen te acribillan a comentarios sobre la separación a la española. Si andas perdido buscando una botella de agua por una calle de Thailandia, y reconocen tu acento, empiezan a acosarte con preguntas sobre Puigdemont, su madre y sus hijos. En los Alpes suizos, te regalan un forfait para esquiar todo el día si les cuentas anécdotas de las últimas elecciones catalanas. En Bora Bora, pasa igual, porque si estás tomando el sol en una hamaca bajo un cocotero, se acercan a indagar qué sabemos del parlamento catalán. Si estas en Egipto, visitando una pirámide, te toca hacer una reunión de turistas para hablarles convenientemente de lo que parece que pasa por las ramblas. En Kenia, si preguntas por los precios de un safari, te ponen un incremento si no les responde a una encuesta anónima sobre la situación política creada al noreste de la península ibérica. En el funeral del fundador de Ikea del pasado lunes, no había otro tema de conversación. Por no hablar del Vaticano, el santo padre se levanta todos los días desayunando con prensa catalana, almuerza con la de 24 horas internacional y se acuesta oyendo el último noticiero de TV3. Lo de Trump es más obsceno, tiene infiltrados miles de agentes de las compañías multinacionales en todas las esquinas de media provincia de Tabarnia y varios kazas sobrevuelan permanentemente el espacio aéreo catalán enviando información a la Casa Blanca al segundo.

En todas partes se habla de Cataluña y España. Menos aquí. No se habla. Ni en España, ni en Andalucía ni en Jerez. Genio y figura.

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