El lanzador de cuchillos

Muros

Ese mismo día en un rincón de España había quien intentaba levantar otro para fragmentar una nación con 500 años de historia

El nueve de noviembre de hace tres años tuve la fortuna de poder asistir en Berlín, con Mar y mi hermana Esperanza, que vive allí, a las celebraciones del veinticinco aniversario de la caída del Muro. Pese a la neblina y un frío que calaba los huesos, más de un millón de berlineses se echaron a la calle aquel domingo a festejar la libertad recobrada una noche de otoño de 1989. El Ayuntamiento había colocado a lo largo del recorrido del antiguo muro de hormigón ocho mil globos de helio, de un enorme poder visual y emocional, que se elevaron al cielo de Berlín a las siete y veinte en punto de la tarde, volviendo a derribar, esta vez de manera simbólica, la vieja frontera.

En distintos puntos emblemáticos de la ciudad, se instalaron pantallas que proyectaban imágenes de la revolución pacífica que culminó, once meses después de la caída del Muro, en la reunificación alemana. En la icónica Bernauer Strasse, un hombre joven abrazaba a su hijo, un chiquillo de unos diez años, que no quitaba ojo del monitor; cerca de ellos, una anciana de pelo crespo y chubasquero se limpiaba las gafas con un kleenex sin dejar de mirar la tele gigante. Centenares de personas honraban la memoria colectiva de Berlín guardando un silencio sobrecogedor.

Hacía frío, mucho frío, en la Puerta de Brandenburgo, cuando el dúo Gorbachov-Walesa subió al escenario montado para la ocasión y calentó el corazón de los berlineses. El alcalde Wowereit recordó a los que lucharon hasta su último aliento para que Berlín se convirtiese en "una capital abierta y tolerante, orgullosa de su diversidad". Peter Gabriel homenajeó a Bowie y, para terminar, la Staatskapelle, dirigida por Daniel Barenboim, atacó la Oda a la alegría.

Mientras los berlineses celebraban con emoción y un respeto imponente la caída del muro que separó durante veintiocho años a familias y amigos, ese mismo día en un rincón de España había quien, tomando el nombre de la democracia en vano, intentaba levantar otro para fragmentar una nación con quinientos años de historia. De aquellos polvos -la consulta ilegal auspiciada por Artur Más- vienen estos lodos -la mascarada secesionista de Puigdemont-.

Esa noche, en Berlín, cuando el coro entonó los versos de Schiller, el señor que había a mi derecha se echó a llorar. Eran las lágrimas de un hombre decente. Por eso me da tanto asco ver a Junqueras haciendo pucheros.

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