LA concentración de artistas flamencos contra el Gobierno andaluz será recordada con el paso de los años como una de las escenas que mejor representaron el atraso, la hipocresía y los errores de una época que llega a su fin tanto a nivel político como sociológico. Mal acostumbrados a vivir mayormente de la contratación a dedo por parte de políticos, haciéndose la foto con los candidatos y dirigentes del PSOE porque era recomendable para arrimarse al perol, muchos artistas llevan treinta años como cigarras. Y ahora les cuesta entender la vida según el punto de vista de la hormiga. Creen que ellos son la cultura andaluza y deben ser mantenidos porque sí.

Si se reunieran con los talentos andaluces en restauración del patrimonio, videoarte, dramaturgia, cine, poesía o archivística, comprenderían que han sido ciudadanos privilegiados dentro de los profesionales de la cultura. Hay argumentos para criticar compadreo y trato de favor. Y es vergonzoso que los artistas aglutinados por Pansequito hayan sido presionados en plan cortijero para que no salieran a la palestra. Pero artistas como Manuela Carrasco no tienen credibilidad para presentarse como víctimas, salvo que tomen a la audiencia por tonta y desmemoriada.

Es una pena que hayan desaprovechado 25 años de edad de oro del flamenco, tanto en lo creativo como en lo crematístico. No han sabido aprender de los jondos cuyo mercado no es el alcalde de turno sino el show business internacional. No se han unido creando empresas y centros de producción como factoría cultural que consolide y multiplique su actividad, como Els Comediants, Tricicle, Mayumaná, El Circo del Sol, etcétera. Fácil lo tenían para universalizar su audiencia, el flamenco gusta en todas partes. Le han llamado pureza a hacer siempre lo mismo y quedarse atrás. Ahora se les cierra el grifo institucional, la crisis les agobia, y, sabedores de que quien no llora no mama, lanzan un mensaje de fondo: meternos en nómina como sea, o le cantamos a Griñán las cuarenta.