En un reciente debate político, una joven dirigente del PP rebatía, con tanto ardor como escasa eficacia, las críticas que, a propósito de los últimos casos de corrupción de su partido (operación Lezo), le dirigían el resto de contertulios, en especial las provenientes de los representantes de Podemos y del PSOE, un hecho este (el de los reproches de los adversarios políticos) que viene a ser tan chocante como si en un hipotético simposio de asesinos, viésemos al estrangulador de Boston y a Jack el destripador echándole en cara a M, el vampiro de Düsserdolf, lo excesivo de sus instintos criminales.

Teniendo de antemano mi simpatía ganada (aunque solo fuese por la fragilidad que denotaba la bisoña militante de los populares frente a la inclemente jauría que sedienta de sangre -política- la acosaba), la endeblez de sus razonamientos dejaba bien a las claras el brete en el que la había puesto su partido. Nosotros -decía la chica- somos los primeros en denunciar y perseguir la corrupción política (de la misma curiosa forma -añado yo- que un despistado se pone al frente de una manifestación que amenaza con arrollarle, esto es, solo la destapan cuando ya su encubrimiento es imposible). Su otra excusa era la de la excepcionalidad: entre los más de 24.000 cargos públicos del PP, la mayoría son intachables, solo unos pocos "garbanzos negros" avergüenzan al partido con sus raterías y trapicheos. Un loable intento de justificación que repele al sentido común. Son precisamente sus próceres los implicados en los muchos casos de corrupción del PP: Púnica, Gürtel, los papeles de Bárcenas, las tarjetas black... en todos ellos aparecen los principales dirigentes del PP y ni siquiera el actual presidente Mariano Rajoy se libra de la sospecha de haber recibido mensualmente unas llamativas cajas de puros.

Si a esto añadimos que las cúpulas de los demás partidos incluso los superan en chanchullos y componendas a la hora de apropiarse del dinero público (los Puyol, ERE andaluces, caso Malaya...) y que hasta la, en teoría, más prestigiosas de nuestras instituciones, la Casa Real ha sucumbido a la tentación de bajarse al barro por mor de unas cuantas monedas (caso Nóos), es fácil deducir que la corrupción es el lubricante que permite mover los engranajes del estado y, en tal circunstancia, se intuye que la honestidad -al igual que la inteligencia- son, antes que virtudes, incómodos lastres para todo aquel que pretenda hacer carrera política. Si, a pesar de todo, se lucha contra la corrupción, el mérito es de unos aguerridos funcionarios de carrera ( no colocados por los partidos) que sacan a la luz las corruptelas políticas y de unos periodistas capaces de publicar noticias como ese SMS que pende como espada de Damocles sobre la cabeza del Sr. Rajoy: "Luis sé fuerte. Mañana te llamaré".

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