He aquí un fragmento de un dialogo oído casualmente en la calle: "Huy, que mono está Nacho, le veo muy cambiado", dice una señora. "Sí, es que le acabo de llevar al peluquero", le contesta su interlocutora. "La camiseta que lleva es superfashion", responde la primera, aludiendo a la indumentaria de Nacho que, a la sazón, va vestido con una zamarra que recuerda a la de la selección de Argentina. "Ya ves, es tan caprichoso que siempre quiere salir a la calle con ella". "Pues le queda ideal", fue la última frase que ya en la distancia me llegó de la conversación. Como ven se trata de una charla anodina -si acaso algo cursi- indigna de ser reflejado por escrito salvo por la circunstancia de que el inquieto Nacho (no paraba de dar vueltas sobre sí mismo) no es, como habrán supuesto, un travieso niño que va de la mano de su encantadora madre. Nacho va sujeto por una correa extensible y es un perro de la raza yorkshire.

Aunque la "humanización" de Nacho parece excesiva, no se trata de un fenómeno extraño, antes al contrario se produce, en mayor o menor medida, en casi todas las personas que poseen "mascotas". En su Teoría de la clase ociosa T. Veblen califica la posesión de estos animalillos caseros como un signo de "prestigio social" ya que su característica principal es la de ser completamente inútiles (improductivos) y por tanto su propietario los muestra a los demás como un "adorno", algo superfluo que él se puede permitir el lujo de poseer. ¿Han visto a alguien pasear una gallina, un cerdo o una cabra? Seguro que no. Son especímenes lastrados por el sambenito de generar beneficios para sus dueños y, por tanto, su posesión es incompatible con el sentido ocioso que se les exige. No solo no poseen glamour para ser exhibidos sino que incluso resultarían ridículos.

A pesar de ser el más sucio y el de hábitos más molestos de los animales de compañía, el perro es, sin duda, el rey de las mascotas. Su ventaja primordial sobre otros candidatos a ser el mejor amigo del hombre es su extraordinario instinto para el servilismo. El perro es el perfecto vasallo: posee el don de la ciega obediencia y la prontitud del esclavo a la hora de averiguar los deseos de su amo. Paradójicamente, la actitud servil y aduladora respecto al dueño la suele compaginar con una gran inclinación a fastidiar al resto de los humanos, lo que, en cierto sentido, refuerza aún más el ego de su propietario. Si estos vigilasen que sus chuchos no importunasen (ladridos, lengüetazos, deposiciones...) a quien preferimos deambular sin compañía canina, entonces, a lo mejor empezamos a apreciar las "monerías" de Nacho y sus congéneres.

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