A 40 años de las primeras elecciones de junio del 77, merece la pena hacer un mínimo balance. La Transición consistió en un enorme acto de generosidad, de los que habían ganado la guerra y de los que la perdieron. La derecha salió del búnker y la izquierda abandonó la revolución, y por primera vez se pusieron a trabajar juntos para ponernos al nivel de Europa. Los que manejaban los hilos del franquismo asumieron las reglas de la democracia, los socialistas -inéditos hasta ese momento- abandonaron el marxismo, y los comunistas de Carrillo se civilizaron, aceptaron la bandera y la monarquía, y se volvieron irrelevantes en favor de una izquierda moderada. Desde entonces y hasta ZP, con todos los peros que se quiera, imperó este espíritu del 78. ZP nos llevó otra vez si no en cuerpo, sí en alma, a la República y la Guerra, para mejorar su cuenta de resultados electoral. El inane Rajoy no ha querido tapar esa hemorragia. Y aquí estamos 40 después con una considerable parte de la soberanía nacional representada en las Cámaras, queriendo dinamitar el sistema para ir no se sabe muy bien a donde, si a la II República o a la primera, un PSOE que se debate entre echarse al monte o permanecer en la moderación, y un PP que, abandonados todos sus principios, sobrevive en el poder. Dicen que la clase política es reflejo de la sociedad; y es verdad. Pero me quedo con el ejemplo que nos da gente como Echeverría que, monopatín en mano, se enfrentó a unos terroristas; con Nadal sobreponiéndose a las dificultades y ganando lo impensable, y tantos echevarrías y nadales de este país que salen adelante con esfuerzo y trabajo, a pesar de las trabas, pisotones y la ambición de una élite. La excelencia no está sólo en los logros, sino en el esfuerzo que se pone en conseguirlos. Ellos son los excelentes de nuestra joven democracia.

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