Alguna vez escuché decir que crear división era la mejor manera de vencer, ya que bastaba con sembrar cizaña y sentarse a contemplar cómo los demás se destrozaban los unos a los otros. El verdadero triunfo, se afirmaba, es ver a las personas hundidas en una contienda donde la intolerancia no les permite respetar las opiniones diferentes y donde los hermanos se separan a causa de ideologías baratas. Todo esto producto de líderes que mañosamente trastocan la realidad y la presentan a los incautos como si se tratase de la tierra prometida.

Es preocupante ver la fractura social que ha surgido en Cataluña debido a las ideas independentistas y a la labia de algunos políticos que sin tener idea del lugar a dónde conducen a sus seguidores, les han envenenado con sus discursos mentirosos. El escenario está montado, lo que no sabemos es exactamente cuál obra se va a representar el primero de octubre ni conocemos el reparto total de los actores que van a intervenir.

Es propio del ser humano que las desavenencias suelan imponerse a la conciliación, sobre todo cuando lo que está sobre la mesa es una votación ilegal sobre un sí o un no a una independencia basada en una ley de referéndum que no ha sido aprobada por la totalidad del Parlamento de Cataluña. La independencia no es un juego. Es un paso definitivo hacia otra forma de ver y de verse en el mundo, lo cual necesita de unas garantías básicas que bajo mi punto de vista no están servidas.

La manzana de la discordia puede conducir a los catalanes a una convivencia irreconciliable. Lo que ocurra el dos de octubre, el día después de la anunciada votación, será la piedra angular del futuro de Cataluña, una comunidad autónoma dividida en la que unos desean desprenderse de España pero seguir en la Unión Europea, constituirse en un país distinto aunque no tengan una moneda propia y dejar de tributar al Estado Español sin dejar de recibir cualquier tipo de prebendas.

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