Lo del Gordo de Navidad es un timo recalcitrante cada llegada del solsticio de invierno para que los ciudadanos se crean que van a comprar euros a pesetas y que entran en fechas especiales. Cuando los niños de San Ildefonso estaban en la incubadora tuvieron que ser embadurnados de betadine de las almas para ser maquillados como ángeles terrenales portadores de oro, incienso y mirra para el común de los mortales. Premios adornados con guirnaldas de los barrios bajos de las miserias. Premios que anuncian portales de Belén metafóricos que redundan en que la Nochebuena de este año de dos mil dieciséis haya llegado cuando no debía.

Está claro que no ha llegado en el mejor momento. De ninguna de las maneras. Ni el villancico ancestral ni el Gordo tienen sentido que se celebren en los tiempos que corren. La noche cristiana por excelencia, tampoco. Está desubicada. La inteligencia emocional así lo atestigua. Esos niños y niñas cantores de premios millonarios no dejan de ser muñecos digitales con alma de bonoloto de las tinieblas acompañados con notas frías de malos tiempos para la noches buenas. Está claro. No son adecuados los acordes. No son propios los soniquetes. No son dignos los silogismos. No son propicias las circunstancias. Mientras camiones kamikazes sean ejemplo de muerte, mientras en Alepo hay lágrimas manchadas de nieve en polvo, mientras las listas de espera van más allá de Reyes, o mientras mueren personas de frío, de hambre o por culpa de las aguas torrenciales. No parece muy sensato hablar de felicidad mientras haya tanta desigualdad, tanta violencia o tanta incongruencia en las distancias cortas. Y para colmo el frío del invierno hiela más los cerebros que el corazón, por lo que este ciclo de fin de año aparece cada vez menos razonado que nunca y con menos luces que en ningún momento. Fiestas poco solidarias más bien.

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