Faltan dos días para que todo esto acabe. La ambulancia escoba de la Cabalgata pondrá punto y final a un mes atípico en una ciudad de muchos contrastes, del lleno absoluto por un mínimo y, a veces, vulgar acontecimiento en la calle -no digamos si por medio deambula un pasito o el bueno de Martín Gómez hace un ensayo de esos multitudinarios que él sabe- a la soledad más absoluta en tardes de sábados y domingos con la gente enclaustrada en sus casas al amor del hogar. Estas últimas semanas han sido de clamoroso ambiente callejero; forasteros que acudían ávidos de sones navideños y que llenaban bares y restaurantes, jerezanos venidos del extrarradio reivindicando su sentido de jerezanos de número, gente habitual de estufa y televisor acudiendo a todos lados sintiéndose partícipes de lo que, normalmente, les pilla de lejos. Todo esto está muy bien y es tremendamente necesario para la ciudad. En primer lugar por lo que deja en las cajas registradoras y, en último lugar porque, así, nos olvidamos de los que gobiernan, de cómo gobiernan, de sus extraños compañeros y de su manifiesta falta de luces. Un mes para recordar, para sentirse orgulloso de este Jerez al que se trata, sin embargo, con poco criterio y seriedad. Mes de contrastes, de fiesta y de rumbo pero, también, de gestos surrealistas impropios de un tiempo y de una ciudad moderna. Camiones de baldeo a las doce de la mañana, con el centro atestado, echando agua impunemente que, más que limpiar, hacían huir al personal, calles sucias a todas horas que dicen mucho de la escasa conciencia ciudadana y de aquellos gerentes programadores del Servicio de Limpieza; bullas en muchas calles y señores paseando, entre el gentío, con los perritos, digo yo, para que las mascotas no se perdieran el ambiente festivo; los sempiternos cantantes callejeros luciendo su absurdo, patético e insoportable arte. ¿Sigo?

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