Gabriel

Llueve sobre los campos yermos de Níjar y sobre el ánimo de todos los hombres de buena fe

Lo cierto es que no puedo imaginarme mayor dolor que el que atisbo mientras veo sus caras estremecidas dentro de la pantalla plana del televisor. El dolor punzante, desconsolado, de unos padres llenos de vida que se elonga a medida que se desgranan las horas, conforme los días lluviosos se suceden unos tras otras. Pienso en cómo los castiga la incertidumbre, la forma en cómo desorienta el desconocimiento, la falta de noticia alguna que dé luz al paradero de un niño que sonríe mientras aún no ha comenzado a vivir, y se me abren de par en par las carnes. Tampoco puedo comprender, ni siquiera mínimamente, las razones que puedan esconderse tras la desaparición de Gabriel. Ni una maldad extrema, ni una locura irrefrenable caben ordenadamente en los esquemas sobre los que se sustenta mi lógica. Pero veo con optimismo a una riada de personas deambulando por los cerros pelados de Las Negras, jóvenes y mayores enfardados en chubasqueros, con sus mochilas a cuestas, subiendo y bajando balates, alumbrando los pozos, descubriendo las zorreras, desandando los caminos, y me aferro a esa ilusión colectiva y real que proporciona la esperanza. No nos cabe otra. Deseo fervorosamente que todo pase, que esto termine para todos, aunque sobre todo para ellos, lo antes posible, porque no es momento de flaquear, porque si sus padres aún siguen en pie, no cabe que nadie pueda rendirse todavía. Hay que seguir moviendo cada piedra, cada mata, cada arbusto de las lomas del Cabo, hay que repasar cada poza, cada alberca, cada una de las calas del parque, hasta que nos aseguremos de que hemos hecho todo lo posible y lo imposible para que ese niño vuelva al lugar de donde nunca debió haber salido. Por Gabriel, por mi hijo, por el tuyo, no es momento de deserciones. Ahora sigue lloviendo. Hace viento y llueve sobre las azoteas de los bloques apelmazados del centro y el alquitrán rodado de las calles. Llueve sobre los campos yermos de Níjar y sobre el ánimo de todos los hombres de buena fe. Y no puedo hacer otra cosa que pedir que Gabriel, ahora que cae la noche, se encuentre dormido, plácidamente acurrucado en el rincón tibio de una casa por donde no se cuele el ruido del viento ni el frio de la tarde, esperando a abrir los ojos cuando alguien se acerque a recogerlo en una brazada, antes de devolverlo cuanto antes al regazo de sus padres. Dios me oiga.

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